martes, 12 de febrero de 2008

Los invasores

Hace unas semanas me enviaron una especie de historia donde se narraba la historia de San Valentín, al parecer un mártir cristiano encarcelado en tiempos de los romanos, que se convirtió en los ojos de una chica ciega, a la que convirtió al cristianismo, y que, por obra y milagro divinos, acabó recuperando la visión. Quería escribir algo sobre esto, antes de San Valentín, indicando que me parece muy significativo el detalle de la ceguera y el papel que juega en toda esta historia fundacional de nuestras celebraciones amorosas -por las implicaciones que tiene hacia la idea de dependencia, por ejemplo.

Pero, mira por dónde, no voy a hacerlo. Creo que, en estos momentos, el del amor, no es precisamente el tema prioritario.

Resulta que el Partido Popular ha lanzado hace unos días sus medidas electorales en materia de inmigración. Resulta que estas proponen la firma de un contrato con cada inmigrante, en el que este/a se comprometa a seguir y obedecer un catálogo de buenas costumbres.

Bueno, en principio, lo único que sería sorprendente es el descaro para enunciar y concretar los principios que ya sabemos que están ahí: los del racismo y la xenofobia. Y los del miedo, probablemente. Miedo a lo desconocido, a lo que se nos viene encima. Miedo a no poder seguir encogiéndonos de hombros con la indiferencia que, como habitantes de este primer mundo, nos garantiza un uso y disfrute perfecto de las realidades del muticulturalismo. El problema es que el multiculturalismo se nos cuela por las puertas y las ventanas, y entonces deja de ser visto como curiosidad y se convierte en una amenaza. La amenaza de los invasores.

Pero resulta también -y esto es quizás lo más difícil de digerir- que, según las cifras de El País, un 56% de la población española está de acuerdo con las medidas de los populares. Ignoro cómo se haya hecho la encuesta, y quizás el único consuelo sea ese; pensar que no obedece a criterios de objetividad. O eso, o admitir que el miedo, y la xenofobia, están en este país a la orden del día. Me aterra decidirme por una de las dos opciones.

En el fondo, todo esto parte de un planteamiento erroneo. Es el planteamiento que habla de nosotros y ellos, o de nosotras y ellas; que demoniza -y en ciertos momentos también diviniza- a los otros y las otras, los y las que llegan. Y que perpetúa la comprensión de nuestro universo a través de esa polarización entre distintos y distantes mundos: el primero, el segundo, el tercero. Gracias a la globalización, gracias a la inmigración -y digo, y repito, gracias-, sabemos que no hay más que un mundo; estamos todos y todas juntos en esto. Sus problemas son nuestros problemas; nuestros problemas son sus problemas.

Esta es una opción argumentativa ante lo que parece que subyace entre la gente. Otra, es la que escuché ayer al presidente del Gobierno, en una entrevista en televisión, y que podríamos llamar argumentación pragmática. Porque no entra tanto a discernir las causas del problema del rechazo a la inmigración. Él se limitó a recordarle al líder de la oposición, y de paso a todas aquellas personas que defienden sus propuestas, que las medidas judiciales que él propone, respecto a la repatriación de los inmigrantes que vulneren las leyes, ya están recogidas en la normativa actual. Que el código de buenas costumbres que Rajoy promete ya existe, sólo que no es un código de buenas costumbres, sino de derechos, positivos, y de deberes, y que se llama Constitución. Lleva funcionando desde 1978, y después ha sufrido diversas revisiones y retoques -como seguirá sufriendo- hasta llegar a ser lo que actualmente es.

Quizás, tal vez, yo sea demasiado optimista. Puede que la estrategia pragmática sea más eficaz, porque responde a la xenofobia, situándose en su nivel de argumentación, y de este modo evita que nadie se vaya por las ramas. De paso, le recuerda a todo el mundo que vivimos en un país democrático, capaz de darse a sí mismo sus propias leyes. Y recuerda algunos de los contenidos de estas leyes que nos hemos dado. Algo de lo que no tenemos ni idea, al parecer.

Pero tengo miedo. Tengo miedo, no de ser invadida, de ver usurpado mi puesto de trabajo, o de un aumento de la delincuencia en mi ciudad. Tengo miedo del viraje que, según los últimos datos, la mayoría de este país está protagonizando. Porque, como sabemos, la democracia se basa en el juego de las mayorías.

En el de la mayoría, y en el del diálogo y los argumentos, claro. Me temo que, ahora mismo, esta última es nuestra única esperanza. La de quienes nos sentimos demoócratas, y no vamos a conformarnos ante las discriminaciones que se nos proponen desde la derecha. Así que, ya sea por vía teórica, profundizando en las razones de tanto y tan cruel rechazo -lo que obligará, sin duda, a un complejo y quizás doloroso examen de conciencia, pero desde luego también necesario-, o por vía más pragmática y utilitarista, por lo que más queramos, no dejemos de argumentar. Así es como se cambian las mayorías. Cambiemos esta, por favor.

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