jueves, 29 de septiembre de 2016

Y dibujar, por ejemplo, un ogro



Ayer estuve en esto.
Hablando sobre censuras y autocensuras en el teatro para niños y niñas; sobre Suzanne Lebeau y los ogros.
Me regalaron un lápiz rojo, para dibujar el mundo a mi manera:

martes, 27 de septiembre de 2016

Primera ratatouille



Un amigo me dijo una vez: Ten fe en el amor y él te llevará a cualquier sitio al que quieras ir. Yo añadiría: Ten fe en lo que amas, sigue haciéndolo, y te llevará a cualquier sitio al que quieras ir.
Natalie Goldberg
Suelo empezar mis talleres de escritura fotocopiando y haciendo que los alumnos y las alumnas lean un fragmento del El gozo de escribir, de Natalie Goldberg. Se trata de un libro maravilloso, que va más allá de lo que se entiende por un manual de escritura al uso. Natalie, aparte de escritora es maestra de escritura; organiza sus propios talleres en Estados Unidos, y tiene una visión de la creación que, podríamos decir, mezcla destellos procedentes de la meditación, el enfoque de empoderamiento y la danza.
Quizá alguna, o alguno, la hayáis leído.
En ese fragmento, Goldberg cuenta cómo, cuando acabó la universidad estaba enamorada de LA POESÍA (escrita así, en grandes letras), al mismo tiempo que tenía la seguridad de que ella no podía escribirla. Fundó un restaurante de comida orgánica con varios compañeros, y durante un tiempo se dedicó a preparar platos sanos y sabrosos. Cuenta cómo un día que había tenido que hacer una gran cantidad de ratatouille (que además del título de una película bastante deliciosa, es el nombre de un plato francés compuesto básicamente por verduras; una especie de pisto…), al volver a casa se detuvo y entró en una librería. Allí descubrió un volumen de poemas de Erica Jong (otra escritora norteamericana) titulado Fruits and Vegetables. Lo que dejó alucinada a Natalie fue un poema que Jong le había dedicado a ¡una berenjena!
A partir de ahí, Goldberg cuenta que en su cabeza de estableció un nuevo cortocircuito. ¡Se podía escribir sobre esas cosas! Cosas cotidianas, aparentemente anodinas y carentes de chispa literaria. Así que volvió a su casa y se puso a escribir.
Lo que esta anécdota (‘la epifanía de Natalie Goldberg’, podríamos llamarla) puede enseñarnos es que, con suerte, llega el momento en que una se da cuenta de que la escritura no es un terreno elevado e inalcanzable en el que solo tienen cabida los GRANDES temas como el amor, la culpa y el perdón. Casi siempre desde la distancia (para nosotras, sobre todo) de plumas masculinas. Llega ese instante en que una, bien porque literalmente se desborda sobre la página, bien porque decide, conscientemente, hacerlo, asume que tiene algo que decir. Y que ese algo puede partir de vivencias particulares, no especialmente espectaculares ni heroicas (aunque la vida cotidiana, sin duda, es el verdadero ámbito de los héroes y las heroínas…). La familia ha sido y es una fuente inagotable de temas y conflictos. Natalia Ginzburg (otra Natalia) reconoce que su escritura se transformó después del nacimiento de sus hijos; de alguna forma, dice, ya no deseaba escribir como un hombre. Grace Paley habla de la enorme suerte que fue para ella tener que recuperarse de una enfermedad que le hizo guardar reposo durante varias semanas, y lanzarse a la escritura de forma definitiva; sus temas siempre fueron domésticos, y nos trasmiten la época de cambios convulsos que los cincuenta y los sesenta representaron para las amas de casa estadounidenses. Jeanette Winterson llena sus relatos de excursiones de fin de semana al parque, con cestas de picnic repletas de queso y pan. Luna Miguel nos cuenta sus tatuajes (físicos y simbólicos) tanto en sus libros como en su blog. Jenn Díaz ha dedicado una maravillosa novela (Madre e hija) a espiar la relación entre madres e hijas.
No quería dedicar estas líneas a elaborar un catálogo de grandes escritoras. La verdad es que yo quería hablar de lo que un día pudo considerarse “pequeñas escrituras”. Todas estas mujeres han publicado, sí; pero cuando escribieron sus textos, cuando los escriben, en realidad se están contando a sí mismas.
Goldberg concibe la escritura como una práctica esencialmente gozosa. Eso no significa que obvie toda la parte de temor, de vértigo, de procrastinación… que la escritura conlleva. Justo porque la tiene en cuenta, considera que la escritura es fuente fundamental de placer. Y es que todo temor conlleva deseo; como las dos caras de una moneda. Y todo deseo implica la posibilidad de placer y disfrute. A las mujeres, de manera especial y denodada, nos han enseñado a temer el gozo; a sentirnos culpables de disfrutar. Y por ello, a considerar que aquello que nos hace sentir bien, en realidad no tiene valor social ni cultural.
Pero de pronto una descubre su berenjena. Y la vida no tiene vuelta atrás. Como las grandes elecciones, esta se toma sola. Su valor, es el nuestro: el de cada palabra, cada línea, cada historia. Todo: nuestra escritura es tan pequeña, y tan grande, como lo somos nosotras.
La mirada se transforma, y la vida también. Un escritor, o escritora, es alguien que escribe. Que adiestra su mirada en el complejo arte de ver más allá de la grisura y monotonía de las apariencias. La vida cotidiana está ahí, aguardando como una apisonadora; o no, sugiriendo imágenes y motivos que necesariamente deben ser contados, trasmitidos, recreados. He ahí el cambio; he ahí el gozo. Hacemos la vida mejor, gracias al ejercicio de contarla. Por eso Goldberg contempla la escritura, también, como una práctica diaria; de manera similar a los ejercicios de barra para las bailarinas y bailarines, debemos incorporar la escritura a nuestra práctica diaria. Normalizar su presencia en el día a día. Sudar. Así ganamos seguridad, vencemos al miedo (y a su hija, la procrastinación); así nos creemos a nosotras y nosotros mismos en ese ritual cotidiano de cortar nuestra berenjena… y contarlo.
Comenzamos talleres de otoño a la semana que viene............

domingo, 25 de septiembre de 2016

La tía Muriel está en el porche

La tía Muriel está en el porche, mirando con disgusto la mecedora blanca descascarillada, el escalón roto, los minúsculos jardines delanteros de los vecinos con los restos marchitos de las flores del verano pasado. Lleva un sombrero blanco de terciopelo que parece un orinal puesto del revés, guantes blancos, como si fuese de camino a la iglesia, y una estola de visón que Elizabeth recuerda de hace veinticinco años. La tía Muriel jamás tira ni regala nada.
Nunca ha ido a visitar a Elizabeth. Ha preferido ignorar la existencia de las señas de Elizabeth en un barrio de mala reputación, como si no viviese en una casa y se materializara en su vestíbulo y volviera a desmaterializarse al marcharse. Pero que la tía Muriel no haya hecho algo no es razón para suponer que no vaya a hacerlo. Elizabeth sabe que no debería estar sorprendida -¿quién iba a ser si no?-, pero lo está. Nota que le falta el aliento, como si la hubiesen golpeado en el plexo solar, y se aprieta el estómago por encima del batín.
-He venido -dice la tía Muriel, haciendo una leve pausa- porque quería decirte lo que pienso acerca de lo que has hecho. Aunque a ti te traiga sin cuidado. -Da un paso adelante y Elizabeth tiene que apartarse. La tía Muriel se dirige al salón desprendiendo aroma a naftalina y polvos cosméticos con olor a heno-. Estás enferma -dice la tía Muriel, mirando no a Elizabeth sino la sala perfectamente ordenada, que bajo su mirada se encoge, se desdibuja y parece exudar polvo. La enfermedad sería la única excusa para ir en batín en pleno día, y no muy buena-. Tienes mal aspecto. No me sorprende.
La propia tía Muriel no está precisamente radiante. Elizabeth se pregunta brevemente si le ocurrirá algo, y luego descarta la idea. A la tía Muriel nunca le ocurre nada. Se pasea por la habitación, inspeccionando las sillas y el sofá.
-¿No quieres sentarte? -pregunta Elizabeth. Ha decidido cómo manejar esa situación: con dulzura y ligereza, sin revelar nada. "No dejes que te pinche". Nada le gustaría más a la tía Muriel que pincharla.
La tía Muriel se instala en el sofá, pero no se quita la estola ni los guantes. Resuella, o tal vez sea un suspiro, como si no soportase estar en esa casa. Elizabeth se queda de pie. "Domínala desde las alturas". No tiene la menor esperanza.
-En mi opinión -dice la tía Muriel-, las madres de niñas pequeñas no rompen familias por su propia satisfacción. Sé que en estos tiempos mucha gente lo hace. Pero es un comportamiento inmoral e indecoroso.
Elizabeth no puede y no está dispuesta a admitir ante la tía Muriel que la partida de Nate no ha sido enteramente elección suya. Además, si dice: "Me ha dejado Nate", tendrá que oír que la culpa la tiene ella. Los maridos no dejan a las mujeres que se portan como Dios manda. No hay duda.
-¿Cómo te has enterado? -pregunta.
-Philip, el sobrino de Janie Burroughs, trabaja en el museo -responde la tía Muriel-. Janie es una antigua amiga mía. Fuimos juntas a la escuela. Tengo que pensar en mis nietas; quiero que vivan en una casa decente.
Elizabeth había olvidado el parentesco de Philip con Janie Burroughs cuando hizo una ingeniosa y frívola descripción de su situación doméstica durante la comida la semana pasada. Es una ciudad incestuosa.
-Nate las ve el fin de semana -dice titubeando, y enseguida repara en que ha cometido un grave error táctico: ha admitido que hay algo, si no incorrecto, al menos deficiente, en que los padres no vivan en casa-. Tienen un hogar decente -añade apresuradamente.
-Lo dudo -responde la tía Muriel-. Lo dudo mucho.
Elizabeth nota que no pisa terreno firme. Si estuviese vestida y no hubiese un hombre en su dormitorio, disfrutaría de una posición estratégica mucho mejor. Cuenta con que William tenga el sentido común de no moverse, pero teniendo en cuenta su falta de entendederas no tiene muchas esperanzas. Cree oírle chapoteando en el baño.
-Me parece -dice Elizabeth con dignidad- que mis decisiones y las de Nate son solo asunto nuestro.
La tía Muriel pasa por alto sus palabras.
-Nunca me ha caído bien -dice-. Ya lo sabes. Pero cualquier padre es mejor que no tener ninguno. Y tú deberías saberlo mejor que nadie.
-Nate no está muerto -dice Elizabeth. Una oleada de calor se alza en su pecho-. Está vivo y coleando y adora a las niñas. Lo que pasa es que está viviendo con otra mujer.
-La gente de tu generación no entiende el significado del sacrificio -dice la tía Muriel, aunque sin demasiado convencimiento, como si a fuerza de repetirlo la idea hubiese acabado por cansarla-. Llevo años sacrificándome. -No dice por qué. Es evidente que no ha oído una palabra de lo que acaba de decir Elizabeth.
Elizabeth pone la mano en el aparador de pino para tener un punto de apoyo. Cierra un instante los ojos; detrás de ellas hay un entramado de cintas elásticas. Con cualquier otra persona puede contar con que haya cierta diferencia entre la superficie y el interior. La mayoría de la gente hace imitaciones; ella misma se ha pasado años haciéndolas. En caso necesario sabe imitar a una esposa, una madre, una empleada, una pariente leal. El secreto es descubrir lo que intentan imitar los demás y luego darles a entender que lo han hecho bien. O lo contrario: "Te tengo calado". Pero la tía Muriel no hace imitaciones, o es una imitación tan completa que se ha vuelto auténtica. Se ha convertido en su superficie. Elizabeth no la tiene calada porque no hay un solo resquicio en ninguna parte. Es opaca como una roca.
-Iré a ver a Nathanael -dice la tía Muriel. La madre de Nate y ella son las dos únicas personas que lo llaman Nathanael.
De pronto Elizabeth comprende la idea que ha tenido la tía Muriel. Irá a ver a Nate y le ofrecerá dinero. Está dispuesta a pagar a cambio de conservar la apariencia de una vida familiar normal, aunque suponga la desdicha para todos. Que para ella equivale a una vida familiar normal; nunca ha fingido ser feliz. Va a pagarle para que vuelva, y Nate pensará que la ha enviado Elizabeth.

La tía Muriel lleva un vestido de lana gris, está en el salón junto al piano de cola. Elizabeth, que tiene doce años, acaba de terminar la clase de piano. Impotente y estrecha de pecho, la profesora de piano, la señorita MacTavish, está en el vestíbulo esforzándose en ponerse el abrigo de color azul marino igual que todos los martes desde hace años. La señorita MacTavish es una de las ventajas que la tía Muriel se pasa la vida diciéndole a Elizabeth que le está dando. La tía Muriel espera a que se cierre la puerta y sonríe a Elizabeth con una sonrisa muy poco tranquilizadora.
-El tío Teddy y yo -dice- pensamos que, dadas las circunstancias, Caroline y tú deberíais llamarnos de otro modo en vez de tía Muriel y tío Teddy.
Se inclina y pasa las páginas de la partitura de Elizabeth. Los Cuadros de una exposición.
Elizabeth se queda en la banqueta del piano. Se supone que debe estudiar media hora después de cada clase. Cruza las manos sobre el regazo y mira fijamente a la tía Muriel con gesto inexpresivo. No sabe qué va a ocurrir, pero ya ha aprendido que la mejor defensa contra la tía Muriel es el silencio. Lleva el silencio en torno al cuello como el ajo contra los vampiros. La tía Muriel dice que es "taciturna".
-Os hemos adoptado legalmente -continúa la tía Muriel-, y creemos que deberíais llamarnos "padre" y "madre".
Elizabeth no tiene inconveniente en llamar "padre" al tío Teddy. Apenas recuerda a su verdadero padre, y lo que recuerda no le gusta mucho. A veces contaba chistes, de eso sí se acuerda. Caroline atesora sus esporádicas tarjetas navideñas. Elizabeth tira las suyas a la basura sin molestarse ya en mirar el matasellos para ver adónde lo ha llevado el viento en esa ocasión. Pero ¿"madre"? ¿A la tía Muriel? Se le pone la carne de gallina.
-Ya tengo una madre -objeta Elizabeth con educación.
-Firmó los papeles de adopción -responde la tía Muriel, con indisimulado triunfo-. Parecía contenta de librarse de la responsabilidad. Por descontado, tuvimos que pagarle.

Elizabeth no recuerda cómo reaccionó ante la noticia de que su verdadera madre la había vendido a la tía Muriel. Cree que intentó cerrar la tapa del piano sobre la mano de la tía Muriel; ha olvidado si lo consiguió o no. Fue la última vez que se permitió llegar tan lejos.
-¡Fuera de mi casa! -se oye gritar Elizabeth-. ¡Y no vuelvas, nunca! -La voz hace que la sangre le fluya a la cabeza-. ¡Vieja zorra mohosa! -Está deseando llamarla "puta", lo ha pensado muchas veces, pero se contiene por superstición. Si pronuncia esa palabra mágica, sin duda la tía Muriel se transformará en otra cosa; se hinchará, ennegrecerá, hervirá como azúcar quemado y despedirá vapores mortíferos.
La tía Muriel se pone en pie con una expresión implacable, y Elizabeth coge el objeto que tiene más cerca y lo lanza contra el repulsivo sombrero blanco. Falla y uno de sus preciosos cuencos de porcelana se hace pedazos contra la pared. Pero al fin, al fin, ha asustado a la tía Muriel, que huye corriendo por el pasillo. La puerta se abre, se cierra; un portazo, satisfactorio, definitivo como un escopetazo.
Exultante, Elizabeth da una patada en el suelo. ¡La revolución! Es como si la tía Muriel estuviese muerta; ya no tendrá que volver a verla. Baila una breve danza de la victoria en torno a la silla de pino, abrazándose. Se siente como una salvaje, podría devorar un corazón.
Pero cuando William baja, vestido y con el pelo repeinado, la encuentra inmóvil y acurrucada en el sofá.
-¿Quién era? -pregunta-. He pensado que era mejor quedarme arriba.
-Nadie -responde Elizabeth-. Mi tía.
Nate la habría consolado, incluso en ese momento. William se ríe, como si las tías fuesen intrínsecamente graciosas.
-Parecía una especie de discusión -dice.
-Le he lanzado un cuenco -explica Elizabeth-. Era un cuenco valioso.
-Podrías intentar repararlo con Super Glue -sugiere William en tono práctico.
Elizabet no cree que valga la pena responderle. El cuenco de Kayo es irremplazable. Un cuenco vacío.


(Margaret Atwood, Nada se acaba, 1979)



En el día de mi primera clase de danza.
Sin fin de semana.
Ovulando.

viernes, 23 de septiembre de 2016

martes, 20 de septiembre de 2016

Sugerir la sangre para no obviar la herida

Cuando yo tenía cinco años, me maté, Howard Buten (1981)


El ogrito, Suzanne Lebeau (1997)


Una niña, La Rous (2013)

Babar, Jean de Brunhoff (1934)


Noche de tormenta, Michèle Lemieux (1996)


Juul, Gregie de Maeyer y Koen Vanmechelen (1996)

Deberes

sábado, 17 de septiembre de 2016

Preparando Cuenca...



"Hice mía la frase de Ana María Machado: «El oficio de escribir para niños, por lo tanto, sería el oficio de construir mundos y submundos con las palabras. Igualito que escribir para adultos. Sólo que para niños tiene que haber algo más, un supermundo, el de la esperanza». La desesperanza, entonces, es un límite que no me atrevo a traspasar y que probablemente no supere jamás. Esta actitud no es una claudicación. Soy incapaz de imaginar un hoy sin un mañana, una noche sin el día, la ausencia del sol después de la lluvia. Mi propia naturaleza me lo impide".

(Suzanne Lebeau, De la censura y la autocensura...)

jueves, 15 de septiembre de 2016

martes, 13 de septiembre de 2016

Feliz cumpleaños, Roald


Quentin Blake, Dahl and little girl


Acabo de renovar mi suscripción al boletín de la página web de Roald Dahl; una especie de ritual en recuerdo de su cumpleaños. El autor de nuestra querida Matilda, de Las brujas, de Agu Trot... habría cumplido hoy 100 años. De alguna forma maravillosa sus historias siguen inspirándonos y enriqueciendo las nuestras.

Quizá por la lluvia yo hoy me he levantado con imágenes en la cabeza. Más que imágenes, acuarelas: acuarelas danzantes. Y es que hablar de Dahl, para mí, es pensar en términos de los dibujos de Quentin Blake.

Me da por pensar que el mundo es mejor así, húmedo y de manchas de colores... Ahora me bajo a comprar mejillones para la pasta de la cena, y a hacer fotos de El Retiro empapado: mi objetivo para el día de hoy.

Feliz cumpleaños, Roald.

Lluvia a las 4.37



Quentin Blake, 'Joining in the duck song', All Join In (1992)

lunes, 12 de septiembre de 2016

Dancing Drawings



Esta joyita cayó hace unos días en mis manos, gracias al blog de Ellen Duthie.
Y hoy ha sido la mejor manera de empezar el día... Maurice Sendak nos cuenta, desde su estudio, ubicado en el Brooklyn de 1966, cuáles son las principales influencias que recoge en su trabajo. Creo que las observaciones sobre los dibujos que danzan, y esa reflexión final acerca de la búsqueda del estilo propio -"el arte de ilustrar es como cualquier otro, un arte de crecer hasta convertirse en uno mismo"- son imperdibles.

domingo, 11 de septiembre de 2016

Monstruo y amapola

Casi todas las personas que me conocen piensan que soy amable, dulce y comprensiva; que en general me preocupo por ayudar a los demás, por establecer relaciones basadas en la cooperación y el refuerzo de aquellas y aquellos que me rodean. Puede que haya una parte de mí, la creativa, que contemplen un poco a distancia; como solemos hacer con aquellas parcelas quizá menos usuales de la realidad. Fundamentalmente, la gente piensa que soy alguien con quien se puede contar. Y es verdad: mis amigas me llaman o me escriben cuando tienen un problema, y me siento muy culpable si no atravieso la ciudad entera para llevar a alguien en coche hasta su casa.

Después, algunas personas más (no muchas, tres o cuatro; quizá alguna más) se han acercado lo suficiente para intuir que existen algunas capas más complejas en mi personalidad. No solo complejas en el sentido de profundas, sino también directamente en el de complicadas.

Y luego está él, que ha podido asomarse aún un poco más adentro. Y que ha comprobado el verdadero nivel de profundidad, de complejidad o lo que sea que existe más y más abajo.


*

Vuelvo en metro a casa. Dentro de unas horas se cumplirá una semana exacta desde que regresamos de vacaciones. Seis días enteros entre playas, montañas pelonas y desierto, sin ropa, sin libros. Solo cuerpos, agua y arena. Y antes de eso más aún. Más de un mes de viajes y desplazamientos: de la piscina en las afueras a las montañas del norte, el Cantábrico, y después París, antes de sumergirnos por fin en el Mediterráneo.

O sea, que no me faltan horas de descanso.

No obstante, la vuelta ha sido durísima. Me pregunto si lo uno no irá en consonancia con lo otro. Aviso: esas capas profundas de personalidad, entre otras cosas, incluyen cierta dosis de masoquismo.

Ahora, después de salir de un trabajo que nada me aporta salvo cierta seguridad económica (y no mucha) a final de mes, y de desempeñar, con diligencia, algunas labores familiares relacionadas con el cuidado de las mascotas, regreso a casa en metro.

En las entradas de este blog creé, hace mucho tiempo, una etiqueta llamada 'beautiful side'. Lo hice un verano en el que estaba buscando curro; aquel verano en el que las lindezas de este mundo adulto comenzaron a hacérseme tangibles; tangibles e insoportables. Beautiful side era una forma de hacerle un corte de mangas a ese mundo, pero en bonito. Incluía e incluye imágenes de jardines con flores, referencias a recetas de bizcocho de arándanos, a Alvy Singer huyendo de los cachorros de langosta, el redescubrimiento de Beatrix Potter y la autogestión de Leonor debe morir, un proyecto de escritura que me tuvo ocupada un tiempo; en realidad beautiful side ha acogido un montón de entradas que tenían que ver con la escritura, con el dibujo y con todo un universo de objetos/imágenes/sensaciones que han espoleado mi imaginación. También el vídeo que publiqué ayer mismo, en la entrada anterior a esta. Todo aquello que me recordaba mi parte más creativa, que me ataba a esa dimensión del universo. Beautiful side significaba, quizá, esconderme debajo de las mil mantas de mi caparazón protector; pero también era plantarle batalla a la sordidez y fealdad de las cosas (y entiéndase este término, fealdad, en un sentido no superficial ni meramente anatómico: en otros tiempos yo sería la primera que me habría obligado a mí misma a justificarlo, pero no, ya no...).

Beautiful side es lo que me lleva a cerrar los ojos mientras viajo ahora en metro. A encogerme un poco en mi asiento. Pueden provocarlo estímulos de lo más diversos. Zapatos de rejilla. El tacón de media altura de unas sandalias. La música ruidosa de alguien que obviamente necesita más hacer ruido de lo que yo necesito el silencio. Los mensajes de megafonía que, cada dos minutos, anuncian la llegada de la próxima estación, junto con una retahíla extensa sobre el hueco entre coche y andén... Soy consciente de que viajar en metro no constituye un deporte de riesgo, ni una actividad particularmente agresiva. Vivimos en ciudades grandes en las que el transporte suburbano nos facilita la vida. Pero para mí, el metro se ha convertido en una sucesión de provocaciones y arañazos: o cierro los ojos o termino muy enfadada.

"El secreto de las amapolas reside en: sus tallos tan largos y poco rígidos; su facilidad para doblarse, hasta el suelo, en un demi plié profundo y sentido; y finalmente su humildad, su pobreza, su honestidad física y mental", escribí entonces.

Seguro que mi propia imagen no encaja a menudo con ello. Me enfado mucho. De hecho, si no me ando con ojo, situaciones como la del metro pueden sumirme en un estado de ira semi permanente. Me convierto en una gran misántropa. Y la ira es engañosa, porque a quien mina, sobre todo, es a una misma. Así que esta temporada he optado por diversas técnicas destinadas a visualizar la facilidad con la que todo aquello que me satura resbala sobre la superficie mojada de mi piel. He optado por cerrar los ojos.


*

Yo no soy un monstruo.

Quizá sí lo soy. No tengo la intención de tratar de justificar nada. Sé que se me conoce de una manera, y que mi cuerpecito cobija sorpresas que solo la intimidad revela. La mía, hundida en los asientos del transporte público. O tratando de ganarme la vida. Ese mundo adulto, sórdido y amenazador: tú no formas partes de esto, no hay espacio para ti, eres una merma. MERMA.

En realidad, sí formo parte de él. Ese es el problema. Que al menos momentáneamente, necesito enfrentarlo todos los días. A veces de forma bruta, como en el metro. Otras, matizadas por la mediación de portales y ventanas: blog, redes sociales... Todas tenemos que comer. Hacemos la compra, limpiamos la casa. Ponemos y tendemos lavadoras. Pagamos impuestos y algunas veces tenemos que comprar medicinas. Madrugamos para asistir a reuniones, guardamos colas y respondemos llamadas de teléfono. Esperamos cada noche la hora de la cena, el reencuentro con el otro, o la otra, al final del día. Y no es fácil, joder.


*

Después, con suerte, te tiendes en la cama. U ocupas el sofá unos minutos, antes de irte a dormir. Elevas la mirada del suelo y algo llama tu atención desde el asiento de enfrente: un diálogo, un vestido... quizá el comienzo de una historia. Es el brillo, el destello. Lo que hace que el animalillo asustado e inexpresivo vuelva a ser amapola.

Beautiful side: unos versos. O una canción. Dibujos. En el metro o donde sea.

Eso creativo, capaz de encontrar algo distinto, algo especial, en una berenjena y también en algo mucho peor te devuelve al mundo. Eso capaz de encontrar algo bonito cada uno de los días que siguen a los otros días... ¿Se trata del mismo mundo? No lo sé. Abres los ojos, sonríes. Es como si empezara a llover después de los últimos calores del verano.


*

El mundo apesta. Y una ha de desarrollar dosis extraordinarias de paciencia.

El mundo es hermoso y cada día, cada minuto que pasamos en él tenemos la responsabilidad de verlo mejor, y hacerlo, gracias al ejercicio de contarlo/dibujarlo/crearlo.

Estas dos afirmaciones son ciertas, en mi caso. Disculpad si a veces cierro los ojos y no os veo. Muchas veces, es la única forma que encuentro de sobrevivir. De seguir escribiendo. De bajar a comprar manzanas para preparar una tarta y después compartirla.

Hay un monstruo terrible viviendo en mi interior. Soy un monstruo terrible viviendo en mi interior. Además de una amapola, fuerte, flexible y delicada. Soy un monstruo terrible asomándose entre los pétalos de una amapola. Un monstruo terrible, sosteniendo una amapola fuerte, flexible y delicada entre los dientes. Aprendiendo, qué sé yo. Pues eso.

Feliz Diada.


sábado, 10 de septiembre de 2016

Notre pain (II)



Odio hacer publi (y más aquí).
Pero ventanas... tejados... vuelos y hurtos.
Este vídeo resume de forma tan nítida mi búsqueda de estos días que no podía obviarlo.
Este es mi sueño:
volar con deportivas y pintalabios a través de las ventanas de la ciudad bella, 
mi ciudad bella.
No parece tan difícil...

viernes, 9 de septiembre de 2016

jueves, 8 de septiembre de 2016

M o e n s t r u o



"Desgraciadamente, el amor siempre es un examen práctico, no teórico, y en último término todas las reflexiones del mundo no sirven para nada. Es como si quisieras aprender a tocar el piano leyendo un manual. Igual crees que sabes qué hay que hacer, pero hasta que estás delante del teclado y descubres lo inmensa, abrumadoramente complicado que es, cuánto esfuerzo y concentración requiere, no sabes nada".

James Rhodes, Instrumental

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Regreso


Regresas en tren, con pocas ganas y bastante aburrimiento.
Pides comida china porque la nevera está vacía.
Como tú.
Esta solía ser tu casa. Por eso lees, por eso buscas:
decir lo que quieres, la última de Woody Allen, un toque de distinción.
Por eso este silencio:
¿queda algo en pie?

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