domingo, 11 de septiembre de 2016

Monstruo y amapola

Casi todas las personas que me conocen piensan que soy amable, dulce y comprensiva; que en general me preocupo por ayudar a los demás, por establecer relaciones basadas en la cooperación y el refuerzo de aquellas y aquellos que me rodean. Puede que haya una parte de mí, la creativa, que contemplen un poco a distancia; como solemos hacer con aquellas parcelas quizá menos usuales de la realidad. Fundamentalmente, la gente piensa que soy alguien con quien se puede contar. Y es verdad: mis amigas me llaman o me escriben cuando tienen un problema, y me siento muy culpable si no atravieso la ciudad entera para llevar a alguien en coche hasta su casa.

Después, algunas personas más (no muchas, tres o cuatro; quizá alguna más) se han acercado lo suficiente para intuir que existen algunas capas más complejas en mi personalidad. No solo complejas en el sentido de profundas, sino también directamente en el de complicadas.

Y luego está él, que ha podido asomarse aún un poco más adentro. Y que ha comprobado el verdadero nivel de profundidad, de complejidad o lo que sea que existe más y más abajo.


*

Vuelvo en metro a casa. Dentro de unas horas se cumplirá una semana exacta desde que regresamos de vacaciones. Seis días enteros entre playas, montañas pelonas y desierto, sin ropa, sin libros. Solo cuerpos, agua y arena. Y antes de eso más aún. Más de un mes de viajes y desplazamientos: de la piscina en las afueras a las montañas del norte, el Cantábrico, y después París, antes de sumergirnos por fin en el Mediterráneo.

O sea, que no me faltan horas de descanso.

No obstante, la vuelta ha sido durísima. Me pregunto si lo uno no irá en consonancia con lo otro. Aviso: esas capas profundas de personalidad, entre otras cosas, incluyen cierta dosis de masoquismo.

Ahora, después de salir de un trabajo que nada me aporta salvo cierta seguridad económica (y no mucha) a final de mes, y de desempeñar, con diligencia, algunas labores familiares relacionadas con el cuidado de las mascotas, regreso a casa en metro.

En las entradas de este blog creé, hace mucho tiempo, una etiqueta llamada 'beautiful side'. Lo hice un verano en el que estaba buscando curro; aquel verano en el que las lindezas de este mundo adulto comenzaron a hacérseme tangibles; tangibles e insoportables. Beautiful side era una forma de hacerle un corte de mangas a ese mundo, pero en bonito. Incluía e incluye imágenes de jardines con flores, referencias a recetas de bizcocho de arándanos, a Alvy Singer huyendo de los cachorros de langosta, el redescubrimiento de Beatrix Potter y la autogestión de Leonor debe morir, un proyecto de escritura que me tuvo ocupada un tiempo; en realidad beautiful side ha acogido un montón de entradas que tenían que ver con la escritura, con el dibujo y con todo un universo de objetos/imágenes/sensaciones que han espoleado mi imaginación. También el vídeo que publiqué ayer mismo, en la entrada anterior a esta. Todo aquello que me recordaba mi parte más creativa, que me ataba a esa dimensión del universo. Beautiful side significaba, quizá, esconderme debajo de las mil mantas de mi caparazón protector; pero también era plantarle batalla a la sordidez y fealdad de las cosas (y entiéndase este término, fealdad, en un sentido no superficial ni meramente anatómico: en otros tiempos yo sería la primera que me habría obligado a mí misma a justificarlo, pero no, ya no...).

Beautiful side es lo que me lleva a cerrar los ojos mientras viajo ahora en metro. A encogerme un poco en mi asiento. Pueden provocarlo estímulos de lo más diversos. Zapatos de rejilla. El tacón de media altura de unas sandalias. La música ruidosa de alguien que obviamente necesita más hacer ruido de lo que yo necesito el silencio. Los mensajes de megafonía que, cada dos minutos, anuncian la llegada de la próxima estación, junto con una retahíla extensa sobre el hueco entre coche y andén... Soy consciente de que viajar en metro no constituye un deporte de riesgo, ni una actividad particularmente agresiva. Vivimos en ciudades grandes en las que el transporte suburbano nos facilita la vida. Pero para mí, el metro se ha convertido en una sucesión de provocaciones y arañazos: o cierro los ojos o termino muy enfadada.

"El secreto de las amapolas reside en: sus tallos tan largos y poco rígidos; su facilidad para doblarse, hasta el suelo, en un demi plié profundo y sentido; y finalmente su humildad, su pobreza, su honestidad física y mental", escribí entonces.

Seguro que mi propia imagen no encaja a menudo con ello. Me enfado mucho. De hecho, si no me ando con ojo, situaciones como la del metro pueden sumirme en un estado de ira semi permanente. Me convierto en una gran misántropa. Y la ira es engañosa, porque a quien mina, sobre todo, es a una misma. Así que esta temporada he optado por diversas técnicas destinadas a visualizar la facilidad con la que todo aquello que me satura resbala sobre la superficie mojada de mi piel. He optado por cerrar los ojos.


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Yo no soy un monstruo.

Quizá sí lo soy. No tengo la intención de tratar de justificar nada. Sé que se me conoce de una manera, y que mi cuerpecito cobija sorpresas que solo la intimidad revela. La mía, hundida en los asientos del transporte público. O tratando de ganarme la vida. Ese mundo adulto, sórdido y amenazador: tú no formas partes de esto, no hay espacio para ti, eres una merma. MERMA.

En realidad, sí formo parte de él. Ese es el problema. Que al menos momentáneamente, necesito enfrentarlo todos los días. A veces de forma bruta, como en el metro. Otras, matizadas por la mediación de portales y ventanas: blog, redes sociales... Todas tenemos que comer. Hacemos la compra, limpiamos la casa. Ponemos y tendemos lavadoras. Pagamos impuestos y algunas veces tenemos que comprar medicinas. Madrugamos para asistir a reuniones, guardamos colas y respondemos llamadas de teléfono. Esperamos cada noche la hora de la cena, el reencuentro con el otro, o la otra, al final del día. Y no es fácil, joder.


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Después, con suerte, te tiendes en la cama. U ocupas el sofá unos minutos, antes de irte a dormir. Elevas la mirada del suelo y algo llama tu atención desde el asiento de enfrente: un diálogo, un vestido... quizá el comienzo de una historia. Es el brillo, el destello. Lo que hace que el animalillo asustado e inexpresivo vuelva a ser amapola.

Beautiful side: unos versos. O una canción. Dibujos. En el metro o donde sea.

Eso creativo, capaz de encontrar algo distinto, algo especial, en una berenjena y también en algo mucho peor te devuelve al mundo. Eso capaz de encontrar algo bonito cada uno de los días que siguen a los otros días... ¿Se trata del mismo mundo? No lo sé. Abres los ojos, sonríes. Es como si empezara a llover después de los últimos calores del verano.


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El mundo apesta. Y una ha de desarrollar dosis extraordinarias de paciencia.

El mundo es hermoso y cada día, cada minuto que pasamos en él tenemos la responsabilidad de verlo mejor, y hacerlo, gracias al ejercicio de contarlo/dibujarlo/crearlo.

Estas dos afirmaciones son ciertas, en mi caso. Disculpad si a veces cierro los ojos y no os veo. Muchas veces, es la única forma que encuentro de sobrevivir. De seguir escribiendo. De bajar a comprar manzanas para preparar una tarta y después compartirla.

Hay un monstruo terrible viviendo en mi interior. Soy un monstruo terrible viviendo en mi interior. Además de una amapola, fuerte, flexible y delicada. Soy un monstruo terrible asomándose entre los pétalos de una amapola. Un monstruo terrible, sosteniendo una amapola fuerte, flexible y delicada entre los dientes. Aprendiendo, qué sé yo. Pues eso.

Feliz Diada.


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