domingo, 25 de septiembre de 2016

La tía Muriel está en el porche

La tía Muriel está en el porche, mirando con disgusto la mecedora blanca descascarillada, el escalón roto, los minúsculos jardines delanteros de los vecinos con los restos marchitos de las flores del verano pasado. Lleva un sombrero blanco de terciopelo que parece un orinal puesto del revés, guantes blancos, como si fuese de camino a la iglesia, y una estola de visón que Elizabeth recuerda de hace veinticinco años. La tía Muriel jamás tira ni regala nada.
Nunca ha ido a visitar a Elizabeth. Ha preferido ignorar la existencia de las señas de Elizabeth en un barrio de mala reputación, como si no viviese en una casa y se materializara en su vestíbulo y volviera a desmaterializarse al marcharse. Pero que la tía Muriel no haya hecho algo no es razón para suponer que no vaya a hacerlo. Elizabeth sabe que no debería estar sorprendida -¿quién iba a ser si no?-, pero lo está. Nota que le falta el aliento, como si la hubiesen golpeado en el plexo solar, y se aprieta el estómago por encima del batín.
-He venido -dice la tía Muriel, haciendo una leve pausa- porque quería decirte lo que pienso acerca de lo que has hecho. Aunque a ti te traiga sin cuidado. -Da un paso adelante y Elizabeth tiene que apartarse. La tía Muriel se dirige al salón desprendiendo aroma a naftalina y polvos cosméticos con olor a heno-. Estás enferma -dice la tía Muriel, mirando no a Elizabeth sino la sala perfectamente ordenada, que bajo su mirada se encoge, se desdibuja y parece exudar polvo. La enfermedad sería la única excusa para ir en batín en pleno día, y no muy buena-. Tienes mal aspecto. No me sorprende.
La propia tía Muriel no está precisamente radiante. Elizabeth se pregunta brevemente si le ocurrirá algo, y luego descarta la idea. A la tía Muriel nunca le ocurre nada. Se pasea por la habitación, inspeccionando las sillas y el sofá.
-¿No quieres sentarte? -pregunta Elizabeth. Ha decidido cómo manejar esa situación: con dulzura y ligereza, sin revelar nada. "No dejes que te pinche". Nada le gustaría más a la tía Muriel que pincharla.
La tía Muriel se instala en el sofá, pero no se quita la estola ni los guantes. Resuella, o tal vez sea un suspiro, como si no soportase estar en esa casa. Elizabeth se queda de pie. "Domínala desde las alturas". No tiene la menor esperanza.
-En mi opinión -dice la tía Muriel-, las madres de niñas pequeñas no rompen familias por su propia satisfacción. Sé que en estos tiempos mucha gente lo hace. Pero es un comportamiento inmoral e indecoroso.
Elizabeth no puede y no está dispuesta a admitir ante la tía Muriel que la partida de Nate no ha sido enteramente elección suya. Además, si dice: "Me ha dejado Nate", tendrá que oír que la culpa la tiene ella. Los maridos no dejan a las mujeres que se portan como Dios manda. No hay duda.
-¿Cómo te has enterado? -pregunta.
-Philip, el sobrino de Janie Burroughs, trabaja en el museo -responde la tía Muriel-. Janie es una antigua amiga mía. Fuimos juntas a la escuela. Tengo que pensar en mis nietas; quiero que vivan en una casa decente.
Elizabeth había olvidado el parentesco de Philip con Janie Burroughs cuando hizo una ingeniosa y frívola descripción de su situación doméstica durante la comida la semana pasada. Es una ciudad incestuosa.
-Nate las ve el fin de semana -dice titubeando, y enseguida repara en que ha cometido un grave error táctico: ha admitido que hay algo, si no incorrecto, al menos deficiente, en que los padres no vivan en casa-. Tienen un hogar decente -añade apresuradamente.
-Lo dudo -responde la tía Muriel-. Lo dudo mucho.
Elizabeth nota que no pisa terreno firme. Si estuviese vestida y no hubiese un hombre en su dormitorio, disfrutaría de una posición estratégica mucho mejor. Cuenta con que William tenga el sentido común de no moverse, pero teniendo en cuenta su falta de entendederas no tiene muchas esperanzas. Cree oírle chapoteando en el baño.
-Me parece -dice Elizabeth con dignidad- que mis decisiones y las de Nate son solo asunto nuestro.
La tía Muriel pasa por alto sus palabras.
-Nunca me ha caído bien -dice-. Ya lo sabes. Pero cualquier padre es mejor que no tener ninguno. Y tú deberías saberlo mejor que nadie.
-Nate no está muerto -dice Elizabeth. Una oleada de calor se alza en su pecho-. Está vivo y coleando y adora a las niñas. Lo que pasa es que está viviendo con otra mujer.
-La gente de tu generación no entiende el significado del sacrificio -dice la tía Muriel, aunque sin demasiado convencimiento, como si a fuerza de repetirlo la idea hubiese acabado por cansarla-. Llevo años sacrificándome. -No dice por qué. Es evidente que no ha oído una palabra de lo que acaba de decir Elizabeth.
Elizabeth pone la mano en el aparador de pino para tener un punto de apoyo. Cierra un instante los ojos; detrás de ellas hay un entramado de cintas elásticas. Con cualquier otra persona puede contar con que haya cierta diferencia entre la superficie y el interior. La mayoría de la gente hace imitaciones; ella misma se ha pasado años haciéndolas. En caso necesario sabe imitar a una esposa, una madre, una empleada, una pariente leal. El secreto es descubrir lo que intentan imitar los demás y luego darles a entender que lo han hecho bien. O lo contrario: "Te tengo calado". Pero la tía Muriel no hace imitaciones, o es una imitación tan completa que se ha vuelto auténtica. Se ha convertido en su superficie. Elizabeth no la tiene calada porque no hay un solo resquicio en ninguna parte. Es opaca como una roca.
-Iré a ver a Nathanael -dice la tía Muriel. La madre de Nate y ella son las dos únicas personas que lo llaman Nathanael.
De pronto Elizabeth comprende la idea que ha tenido la tía Muriel. Irá a ver a Nate y le ofrecerá dinero. Está dispuesta a pagar a cambio de conservar la apariencia de una vida familiar normal, aunque suponga la desdicha para todos. Que para ella equivale a una vida familiar normal; nunca ha fingido ser feliz. Va a pagarle para que vuelva, y Nate pensará que la ha enviado Elizabeth.

La tía Muriel lleva un vestido de lana gris, está en el salón junto al piano de cola. Elizabeth, que tiene doce años, acaba de terminar la clase de piano. Impotente y estrecha de pecho, la profesora de piano, la señorita MacTavish, está en el vestíbulo esforzándose en ponerse el abrigo de color azul marino igual que todos los martes desde hace años. La señorita MacTavish es una de las ventajas que la tía Muriel se pasa la vida diciéndole a Elizabeth que le está dando. La tía Muriel espera a que se cierre la puerta y sonríe a Elizabeth con una sonrisa muy poco tranquilizadora.
-El tío Teddy y yo -dice- pensamos que, dadas las circunstancias, Caroline y tú deberíais llamarnos de otro modo en vez de tía Muriel y tío Teddy.
Se inclina y pasa las páginas de la partitura de Elizabeth. Los Cuadros de una exposición.
Elizabeth se queda en la banqueta del piano. Se supone que debe estudiar media hora después de cada clase. Cruza las manos sobre el regazo y mira fijamente a la tía Muriel con gesto inexpresivo. No sabe qué va a ocurrir, pero ya ha aprendido que la mejor defensa contra la tía Muriel es el silencio. Lleva el silencio en torno al cuello como el ajo contra los vampiros. La tía Muriel dice que es "taciturna".
-Os hemos adoptado legalmente -continúa la tía Muriel-, y creemos que deberíais llamarnos "padre" y "madre".
Elizabeth no tiene inconveniente en llamar "padre" al tío Teddy. Apenas recuerda a su verdadero padre, y lo que recuerda no le gusta mucho. A veces contaba chistes, de eso sí se acuerda. Caroline atesora sus esporádicas tarjetas navideñas. Elizabeth tira las suyas a la basura sin molestarse ya en mirar el matasellos para ver adónde lo ha llevado el viento en esa ocasión. Pero ¿"madre"? ¿A la tía Muriel? Se le pone la carne de gallina.
-Ya tengo una madre -objeta Elizabeth con educación.
-Firmó los papeles de adopción -responde la tía Muriel, con indisimulado triunfo-. Parecía contenta de librarse de la responsabilidad. Por descontado, tuvimos que pagarle.

Elizabeth no recuerda cómo reaccionó ante la noticia de que su verdadera madre la había vendido a la tía Muriel. Cree que intentó cerrar la tapa del piano sobre la mano de la tía Muriel; ha olvidado si lo consiguió o no. Fue la última vez que se permitió llegar tan lejos.
-¡Fuera de mi casa! -se oye gritar Elizabeth-. ¡Y no vuelvas, nunca! -La voz hace que la sangre le fluya a la cabeza-. ¡Vieja zorra mohosa! -Está deseando llamarla "puta", lo ha pensado muchas veces, pero se contiene por superstición. Si pronuncia esa palabra mágica, sin duda la tía Muriel se transformará en otra cosa; se hinchará, ennegrecerá, hervirá como azúcar quemado y despedirá vapores mortíferos.
La tía Muriel se pone en pie con una expresión implacable, y Elizabeth coge el objeto que tiene más cerca y lo lanza contra el repulsivo sombrero blanco. Falla y uno de sus preciosos cuencos de porcelana se hace pedazos contra la pared. Pero al fin, al fin, ha asustado a la tía Muriel, que huye corriendo por el pasillo. La puerta se abre, se cierra; un portazo, satisfactorio, definitivo como un escopetazo.
Exultante, Elizabeth da una patada en el suelo. ¡La revolución! Es como si la tía Muriel estuviese muerta; ya no tendrá que volver a verla. Baila una breve danza de la victoria en torno a la silla de pino, abrazándose. Se siente como una salvaje, podría devorar un corazón.
Pero cuando William baja, vestido y con el pelo repeinado, la encuentra inmóvil y acurrucada en el sofá.
-¿Quién era? -pregunta-. He pensado que era mejor quedarme arriba.
-Nadie -responde Elizabeth-. Mi tía.
Nate la habría consolado, incluso en ese momento. William se ríe, como si las tías fuesen intrínsecamente graciosas.
-Parecía una especie de discusión -dice.
-Le he lanzado un cuenco -explica Elizabeth-. Era un cuenco valioso.
-Podrías intentar repararlo con Super Glue -sugiere William en tono práctico.
Elizabet no cree que valga la pena responderle. El cuenco de Kayo es irremplazable. Un cuenco vacío.


(Margaret Atwood, Nada se acaba, 1979)



En el día de mi primera clase de danza.
Sin fin de semana.
Ovulando.

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