sábado, 22 de marzo de 2008

La España negra

A veces este gran país que es España debería darnos un poco de miedo.

El jueves pasado estuve por el centro, como cada año por estas fechas, siguiendo una especie de tradición familiar que continúa resultándome irresistible. La mayoría de la gente que conozco procura huir, durante la Semana Santa, del centro de Madrid. Calles cortadas, muchísimo turismo, bares abarrotados... Todo, producto del colapso que provocan las procesiones.

Yo llevo veintitantos años observándolas. A decir verdad, significan bastante poco para mí. Quizás una mera curiosidad estética, como quien permanece contemplando un cuadro en un museo -un cuadro, del tipo de las pinturas negras de Goya, tal vez, o de El Grito, de Munch. De pie, atenta a los pasos y a su comparsa, una no puede evitar sentirse transportada a una España mucho más negra; aquella que fuera tan magníficamente retratada por Pérez Galdós en Doña Perfecta.

Pero lo cierto es que esa España, negra o como queramos llamarla, la España del cilicio y el patetismo trágico-religioso, sigue siendo la nuestra. Es verdad que a menudo una tiene la sensación de que las calles están más llenas de curiosos y de turistas que de verdadero sentido del catolicismo, pero aún así...

Este año, sea por lo que sea, mi Semana Santa ha estado llena de "aún asís", y me he pasado varios días dándole vueltas a las implicaciones y a los significados de todo esto. Las procesiones significan, en verdad, bien poco para mí. ¿O quizás no? ¿Hasta qué punto me siento despojada de todo aquello que, en sentido racional, rechazo? Las procesiones de Semana Santa ofrecen material para escribir un completo ensayo de antropología humana; pero lo cierto es que, por ahora, no me he planteado hacerlo.

Sobre todo, he sentido, por vez primera, ciertas punzadas dolorosas al recordar las manifestaciones en favor de ciertas familias y valores -tan cercanas en el tiempo, y que será difícil olvidar-, que agredían directamente mis opciones, derechos y preferencias de vida. Sé que, como me señalaba anoche una amiga, no se puede meter a todos los católicos y las católicas en el mismo saco -aunque ellos mismos parezcan querer hacerlo-, pero, aún así, no sé qué me legitima para estar allí, cada año, atenta a sus delirios religiosos -y qué me lleva a tolerarlo, en realidad. Por muy morbosa que resulte la curiosidad.

No dejo, por otro lado, de acordarme de las palabras de Amelia Valcárcel, cuando, tan a menudo, dice que un símbolo no puede ser disfrutado estéticamente, mientras no pierda su carga ética. Y del imperativo, que alguien me formuló y que afortunadamente -o no- no he olvidado, acerca de que lo más difícil, en esta vida, es ser coherente. Desde luego que lo es.

O eso, o pasar de todo. El problema es que esto último es algo que cada vez me cuesta más trabajo. Así que en estas he estado. Ojalá logre aclararme para el año que viene, y conseguir alcanzar la ansiada coherencia sin escudarme -quizás- en excusas autocomplacientes aunque -seguramente, por otro lado- bastante comprensibles.

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