sábado, 28 de septiembre de 2019

La revolución de septiembre




"Por eso mismo quizá es justo el momento que podríamos soñar con estirar. No ya la "gran utopía" de agosto (y su prolongación imposible), sino una heterotopía: un pequeño cambio, pero decisivo, algo más viable, más habitable y accesible".

Amador Fernández-Savater (Visto en RR.SS.)



Hace unos días comentaba Amador Fernández-Savater que le gusta el mes de septiembre, cuando "todo arranca pero despacito". El ritmo es más suave al comienzo; vamos todas con más cuidado, procurando no incordiar demasiado a quien aún se está desperezando. Estamos todas todavía en pijama y con legañas, y por eso no damos por sentado que tiene que haber alguien al otro lado de la línea/el correo/la red social en el mismo-momento-que. Esperamos. Y mientras lo hacemos, puede que hasta descubramos cosas, e incluso nos conmovamos con algunas de ellas, yo qué sé. Algo tiene septiembre de agujero en la madriguera: revolución lenta, pero posible, aliento esperanzado de un nuevo comienzo. Podemos respirar en septiembre.

Eso fue el día 8. A medida que el mes avanza, todo se va volviendo más complicado. Nos da por reunirnos, para trabajar o para coordinar: eventos, proyectos, nuevas reuniones. Nos da por enviar mensajes y exigir que el otro nos los conteste. Pero ya. Nos da por. Y mientras tanto, la vida empieza a correr: tanto, que llegamos a no darnos ni cuenta de lo que ocurre. Respiramos pero no respiramos.

La vida se vuelve anaeróbica.

Hace tiempo que instituí los martes y los sábados como días para la escritura. Lo respeto, en la medida en que puedo: hay semanas en que es fácticamente imposible. Pero esta semana he podido. Me levanté el martes, casi a las nueve y media. Revisé el correo, actualicé el blog. El día anterior había sido día de curro-curro. Abajo, al otro lado del balcón, las niñas y los niños gritaban camino del colegio. Yo me hice una tostada. Me cepillé los dientes. Me sumergí en el texto teatral que me ocupa estas semanas –un encargo–, revisé varias escenas, reescribí y después las envié. Me fui a nadar, y después a la sauna. Compré fruta. Regresé a casa, me duché. Volví a ponerme el pijama, recogí la ropa de la cuerda. Comí y después seguí escribiendo.

Hay una parte de mí que lleva años tratando de convencerse de que lo que hago los martes es trabajo. De hecho, he realizado un esfuerzo considerable, por las buenas y por las malas, para convencer a mi entorno de que es así.

Pero el caso es que esta semana me he dado cuenta de que no. Sé que en parte es culpa de la lectura de Federici, que tengo cercana. Me da igual. Todo lo que hacemos es poner parches. La categoría de trabajo (asalariado) ha sido inventada por este sistema neoliberal en el que vivimos, y solo funciona en él. Damos por sentado que el trabajo sirve para realizarse, cuando en realidad el trabajo, lo que es, para la mayoría, es una necesidad. ¿La escritura? ¿La música?... No son trabajo. No tienen ni un valor, ni un tiempo: no tienen cabida en este sistema. Son agujeros, como septiembre. Respiraderos. Conductos hacia la madriguera.

Quienes escribimos, quienes creamos, somos topos dentro del sistema. Por eso nos deslumbra y nos ciega. Avanzamos con torpeza, en bata y con legañas. Somos lentas, roedoras, creativas. No encajamos. No trabajamos. Inventamos subterfugios, formas de: cotizar, llenar el carro de la compra, llegar a fin de mes. Parches. Porque, pese a todo, también vivimos y comemos en él.

Topos, disidentes: somos resistencia. Resistencia aeróbica. Como septiembre.

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