jueves, 26 de enero de 2012

Augusta

Se supone que todo el mundo tiene un clown dentro; un clown propio, único e intransferible. Me imagino que, por tanto, no todos esos clowns son iguales.

Por motivos artísticos llevo varios días investigando sobre el tema (sobre los clowns, no sobre las personas con clowns dentro, aunque... quizás no exista tanta diferencia).

En realidad, el clown, hablando con propiedad, solo es una palabra que se refiere al payaso listo, habitualmente de cara blanca, que procede del Pierrot de la Comedia del Arte italiana. A él se contrapone el augusto, una variedad de payaso nacida a finales del siglo XIX en Alemania; es lo que conocemos como payaso tonto, el que mete la pata y se lleva los golpes. Hay muchas subvariedades: una de las más conmovedoras, dentro de los augustos, es la del hobo o trampa, el payaso vagabundo nacido en la época de la depresión norteamericana, que vagaba por los trenes en plan polizón... (véase a Charlot).

Al margen de los detalles, estos dos payasos siempre van juntos. No hay más que pensar en el Gordo y el Flaco. Se necesitan. El augusto necesita al cara blanca como principio de realidad, como acceso pragmático a la misma; el cara blanca necesita al augusto para reafirmar su propia identidad por el contraste con el carácter soñador del otro, a través del que él mismo sueña (cualquier psicólogo/a dirá que hace muchos años que Freud habló de los principios de realidad y placer, pero... esto es como la vaselina o el principio de Mary Poppins: con un poco de maquillaje y una nariz roja entra mejor, ¿verdad?)

No estoy hablando de circo. Estoy hablando de la vida. Todos representamos este juego que tiene mucho de sadomasoquista en muchos momentos de nuestras vidas, con muchas personas distintas. Los hermanos y las hermanas, me atrevo a suponer, son una fuente natural de parejas cómicas... y a veces tragicómicas.

Queremos ser caras blancas pero a menudo la responsabilidad nos abruma y entonces estiramos el hilo y nos columpiamos como los augustos que somos. Exploramos esos límites, tratando de performar roles que nos hagan más felices. Por encima de todo, necesitamos reírnos de nosotras y nosotros mismos: solo así nos aseguramos que las posibles risas del resto reboten sobre una superficie blanda -la de nuestras propias carcajadas- y no nos hagan daño.

Cuando me miro en el espejo, advierto que mis dos ojos no son iguales. Estoy llena de asimetrías, más o menos tolerables. Solía decir que tengo un ojo un poco perverso, bufonesco quizá. Tal vez el clown asomándose a la ventana.



Voy a dedicarle esta entrada a un payaso al que conocí siendo niña, la parte masculina de los Germans Totó. Le conocí durante unas vacaciones en la playa. Murió en septiembre del año pasado.




(Imagen del blog rosesvermelles.blogspot.com)

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