jueves, 29 de octubre de 2009

De cuerpos y culpas

¿Sabes, esa sensación cuando terminas de leer un libro y sientes que no puedes cerrarlo del todo, que algo en tu interior se resiste a colocarlo en la librería y dejarlo allí, entre el resto de libros que en otro momento han significado también algo?

Ayer terminé de leer Su cuerpo era su gozo, de Beatriz Gimeno. No recuerdo qué hora era exactamente cuando eso ocurrió, pero seguro que más de las dos de la madrugada. Sé que leí, y leí, y leí, y que no pude parar hasta acabar la última página. Nunca me había puesto tan nerviosa, ni había sentido tanta angustia, leyendo un libro. Nunca había llorado -por más que sé que eso es corriente, y a todo el mundo le pasa, pero a mí no, hasta ahora- leyendo.

La novela es un espectacular retrato de las idas y venidas -o de las idas, más bien, sin retorno- en las vidas de dos mujeres que se aman y se desean en unos años en los que eso estaba tan prohibido que no podía siquiera ser nombrado.

Creo que es una de las novelas más duras que he leído en toda mi vida. La suerte quiso que la semana pasada, justamente, viera por casualidad en la tele un reportaje sobre el consultorio radiofónico de Elena Francis en el que se leían muchas de las cartas y preguntas, y también de las respuestas que el statu quo del franquismo daba a las cuitas de las mujeres españolas del momento -mujeres en su mayor parte-. Y cómo duelen esas respuestas, o por lo menos me dolieron a mí. Cómo duele comprobar todo el daño que se ha hecho, el daño menudo y cotidiano, que no es ya el de los bombardeos o las ejecuciones en las tapias de los cementerios. Es el daño moral, el daño que causa el miedo, un miedo inmenso que garantizaba el mantenimiento del poder sobre las conciencias y los actos de la gente corriente.

Y pienso que uno de los grandes aciertos de la novela de Beatriz Gimeno es el relato de la represión, no sólo externa, sino interna o propia. Es decir, la que todas llevamos a cabo en contra de nosotras mismas, de nuestros cuerpos, de nuestro deseo y de nuestras vidas. Probablemente no haya nada tan insidioso, ni tan difícil de curar, porque nos corroe por dentro al tiempo que nos constituye, que nos hace ser lo que somos, y es difícil renunciar a eso.

La culpa es difícil, muy difícil de explicar. Porque es resbaladiza, se cuela sin que apenas lo notes, y después lo destruye todo, sin dejarte respirar, sin permitirte actuar: "La culpa que le mostraba a su padre solo, a su madre triste y vieja; la culpa que le hacía regresar al pueblo, a los años en los que su padre volvía a casa con las manos destrozadas de trabajar en el campo, con la camisa oliendo a rancio y a sudor viejo, y después en el mar, con las manos igualmente enrojecidas de trabajar el pescado. La culpa que le mostraba a su madre agotada de tanto lavar y trabajar, sólo para que ella pudiese estudiar; la culpa por haberles desilusionado, por no haber sido lo bastante buena para ellos, la culpa por haberles abandonado" (p. 194). La culpa por vivir, por sentir, por tratar de ser o de querer algo distinto a lo que estaba ahí desde el principio; por querer, no ya tener, sino habitar y disfrutar del cuarto propio.

Esa es la fuerza de Luz Ortega. Una fuerza que nace del cuerpo, de la vida, del placer que ella, íntimamente, no puede borrar del todo, ni en los peores momentos: "Ellas también habían tenido esos fogonazos, al principio muy a menudo, al final cada vez más esporádicamente, y habían estado siempre relacionados con sus cuerpos, aunque a Ali no le gustaba que Luz lo reconociese, lo formulase siquiera, que sus cuerpos juntos habían sido de los pocos momentos de felicidad plena que habían compartido, pero así era y como era no se podía negar y Luz no lo hacía porque no le gustaba engañarse y porque, además, lo sabía de sobra y le gustaba saberlo, que sus cuerpos, a pesar de todo, habían sido felices y, a ratos, muy felices" (p. 221). Supongo que de esa certeza nace el propio título del libro.

Y supongo que por eso lloré, y aún lloro por dentro. Nosotras tenemos, seguramente, la responsabilidad, la exigencia moral de gozar, de ser felices con nuestros cuerpos y nuestros deseos. Se me ocurre eso. Por todas las Luces y las Alis que han existido y aún existen. Tenemos que ahogar la culpa, y el miedo, y permitir que nuestros cuerpos sean, de una vez por todas, nuestra casa, nuestro cuarto, nuestro gozo.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

La peor represión, como los peores dolores, son los que nos inflingimos nosotros mismos. Me ha encantado lo que has escrito. Me gustan los textos que me invitan a reflexionar. Un saludo.

L. dijo...

Hola Angus

Muchas gracias. Creo que esos dolores que nos provocamos son los peores porque son los más difíciles de erradicar, ¿verdad?

Un saludo!

anac dijo...

habrá que leerlo! quizás lo propones ya sabes dónde? jeje. mua!

Anónimo dijo...

lo leeré.. sí, gracias Lola!

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