miércoles, 30 de abril de 2008

Teatro para no perderse

Hay algo en el teatro, o en sus personajes, que me hace sentir incómoda porque siempre me genera, como expectadora, una profunda sensación de impudor. Como si yo misma me sintiera demasiado expuesta, desde mi butaca. Al menos el buen teatro. En él, la espontaneidad del instante presente vuelve cada gesto, cada palabra, en irrepetible. Todo fluye, y quizás eso da miedo.

Llevo dos días seguidos yendo al teatro, cosa que no suelo hacer mucho. El lunes vi a Ana Belén interpretando el personaje de Colometa en una adaptación teatral de la novela de Mercè Rodoreda, La plaza del diamante. Tengo que confesar mi falta de cultura; no conocía la obra previamente, y ni siquiera había leído nada de la autora. Me encantó. El programa hablaba de una mujer "aparentemente frágil pero que al mismo tiempo demuestra una gran fuerza interior". La verdad es que fue todo un descubrimiento; ¿por qué nadie me habló de esta autora a lo largo de todos los años de literatura española en el colegio y en el instituto?

Es una obra desgarradora, en forma de monólogo, en la que se hace un repaso de gran parte de la historia de la España del siglo XX. Una confesión más: ha sido la primera vez -que recuerde, al menos- que he llorado en el teatro. La historia es terrible, eso no hace falta que nos lo digan sobre un escenario. Pero conocer a un personaje como Colometa, con sus claroscuros, sus titubeos, su contradicciones y su enorme fuerza -tan humano, en definitiva- sin duda nos ayuda a comprenderla mejor. Creo que ni siquiera es un personaje hecho para caer bien, y eso continúa resultándome irresistible; probablemente sea una de las cosas que distinga a un autor o autora con mayúsculas. No importa. Al final, sólo está su voz. El hilo quebradizo pero irrompible, firme, en la oscuridad de la función.

Ayer repetí. Volví a la Facultad de Filosofía -por donde llevaba seis meses sin aparecer-, para asistir a una representación del Certamen de Teatro Universitario Complutense que, todas las primaveras, siembra Ciudad Universitaria de obras. Espero que nunca deje de hacerse. El grupo de teatro El Noema representaba Maltrato, una obra escrita por Rubén Buren, su director. La verdad es que no es mi primer encuentro con el grupo; debe de ser la cuarta o quinta obra que veo. Tengo una memoria realmente mala, pero creo que ninguna de las anteriores me había gustado tanto como esta. Hubo una Bernarda Alba estupenda, y una de maquis, por ejemplo; me gustaron mucho. Pero la de ayer me emocionó.

El Noema siempre ha sido un grupo de mujeres. En la obra de ayer había tres actores y siete actrices. Recuerdo otros años en los que el número era aún menor. Pero no se reduce sólo a una cuestión numérica. Es un grupo de mujeres porque, en sus obras, la existencia femenina siempre ocupa un lugar central. En la de ayer, en cualquiera de las dos tramas que llenaban el escenario, el análisis era sutil, transparente.

He querido escribir esto, como una recomendación a quien tenga posibilidad de ir a verla -con toda seguridad, no será la última representación. Y para felicitar públicamente a todas y a cada una de las actrices y de los actores, y, por supuesto, a su autor-director, que, desde mi punto de vista, este año ha rebasado, con mucho, el nivel del Certamen.

La obra trata de eso, de maltrato. La terrible palabra. Sin nombrarla. Es la historia de dos mujeres y de cómo estas entretejen sus vidas en medio de todas y todos aquellos que las rodean. Del papel del amor, del de la familia, de la soledad y de cómo las decisiones, cada una de ellas, determinan y condicionan la experiencia vivida. Así de terrible y así de real.

Mención especial para las actrices Elena Bilbao (me encantó desde la primera vez que la vi) y María Arenas (que cada año es mejor que el anterior, ayer casi irreconocible); y Ana Martín, estupenda, como siempre (es decir, sin sorpresas). Y todos los demás, la verdad.

Muchas gracias a todas.

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