Hace casi siete años que viajé a París por primera vez. El momento era muy malo: desamor, agotamiento y tristeza infinita. París fue el final, o quizá el principio: poco a poco la ciudad me impuso la percepción de que nada de lo que yo pensaba, o temía, importaba tanto.
Ayer regresé de allí, siete viajes después: muchos cielos grises, muchas ventanas grandes, mucha humedad en las aceras, muchas crepes de Nutella y sopas de cebolla después.
Y de nuevo, la ciudad poniendo las cosas en su sitio: con toda su dureza, con toda su belleza.
Sé que París es una ciudad difícil: caótica hasta el mareo (más, con huelga de transportes), tremendamente inhumana (burguesía manda) y cara. Pero cada vez que voy es como si recuperara (siempre, es verdad, por gusto: nunca por obligación, y quizá esa sea la clave...) el verdadero sentido de las cosas: el placer y la belleza como objetivos biográficos.
Hace siete años encontré una placita en el Marais, cercana al metro de St. Paul. Una placita que después perdí, y que en este viaje me propuse reencontrar. Y aquí está, la Place du Marché Sainte-Catherine:
Hasta las basuras y los trastos apilados, en París, me parecen sugerentes...
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