miércoles, 14 de diciembre de 2011

Por qué escribo

Quedaban cuatro minutos de noviembre. Y se me acabaron las palabras.

Ahora que han pasado tantos días, y tantas cosas (como hospitales, y El sur de Silvia Nanclares, y las novatadas, y Cookie, y Los miserables, y...) leo que María Zambrano hablaba de la soledad como motivo para escribir. También de la búsqueda de lo perdurable. Y de la revelación de EL SECRETO en la escritura.

Todo ello me lleva a pensar en mis años de Filosofía (con pocas ganas, la verdad). Y a admitir que es la primera vez que leo unas líneas de María Zambrano. La soledad me parece algo maravilloso, y seguramente necesario, para la escritura. Lo perdurable aparece... y desaparece, creo yo. En cuanto al secreto, o EL SECRETO, no sé si quiero entender a qué se refiere. Me suena a la palabrería metafísica de todos los filósofos y las filósofas del planeta.

Por qué escribo. Yo. A ver. Siempre que pienso en esto lo primero que me viene a la cabeza es la cuestión de la inevitabilidad. Escribo porque no puedo no hacerlo. Más allá de lo tópico que resulte, lo que esto significa es que mi cabeza no puede dejar de generar ficción, de crear personajes, acaben estos físicamente plasmados sobre una hoja de papel o no. No sé si eso tiene algo de positivo o más bien de locura: últimamente tengo la sensación de que junto con los actores y las actrices, quienes escribimos constituimos uno de los sectores de la sociedad con más riesgo de perder la cabeza.

En cualquier caso. Se me ocurre que poner los personajes sobre una hoja de papel, darles credibilidad y en definitiva alguna posibilidad de existir, puede ser una buena vía para evitar la locura. Pero este punto de vista no constituye una posición inocente; al fin y al cabo, no conozco otra forma de vida.

Qué más. También pienso a veces que escribo para dejar de pensar. Los misticismos tienen tendencia a fastidiarme. Así que cada vez creo menos en la llegada de la inspiración como visita del espíritu santo. Y más en las horas de planificar y pensar, y de garabatear en la página en blanco: al final llega. Pero cuando llega, llega; quiero decir que llega y te arrastra y sigue y sube y baja y te empuja y caes y casi sientes dolor pero después subes de nuevo y fluye y bailas sin darte cuenta y sabes que después corregirás pero no importa porque ahora escribes, sabes que tienes que escribir, llenar la página y ya está. Y después grabas, salvas el documento. Y solo entonces te das cuenta de que han pasado casi diez horas, de que estás cansada pero que el vértigo de mirar abajo era pavoroso, sí, pero también maravilloso y emocionante porque esas catorce páginas que acabas de grabar son tuyas. Y notas (insisto) lo cansada que estás, y que son casi las once de la noche y no has cenado. Pero no importa, porque eres muy feliz.

Bien. Es un momento que tiene sus riesgos. La felicidad perdura durante la noche e incluso puede que sea lo primero que sientas al día siguiente, al despertar. Como estar enamorada. El riesgo es que después, como sabes, hay que releer y corregir. El peliagudo fin del romance. Pero aún es por la mañana, remoloneas en la cama con tu texto-amante recién descubierto y sientes (sabes) que es tu momento. Hay que disfrutarlo.

Pues en algún momento, a lo largo de todas esas horas, dejaste de pensar. A eso me refería.

Por esto, entre otras cosas, escribo.


(Imagen de Kike Lafuente)

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