sábado, 10 de noviembre de 2018

Desayunando con Suzanne Lebeau

Esta es Suzanne Lebeau (un poco borrosa):



Y esto es lo que estuve haciendo el miércoles pasado:


TEMAS TABÚ EN LAS ARTES ESCÉNICAS PARA LA INFANCIA Y LA JUVENTUD

Buenos días a todas, buenos días a todos. Quiero comenzar dando las gracias a la organización de Mercartes, por darme la oportunidad de participar en este encuentro de profesionales; es mi primera vez en Mercartes, y no podría estrenarme mejor que formando parte de esta mesa que todavía no termino de creerme. Quiero agradecer a Assitej, y en concreto a Javier Hernando sus hermosas palabras, y de forma más general todo el trabajo que realizan de publicación, investigación y en el fondo de cuidado de un teatro para niños y niñas comprometido y lleno de contenido. Quiero darle las gracias a Suzanne por estar aquí, por estar y por escribir y habernos dado la oportunidad de leer y nutrirnos de sus maravillosas dramaturgias; para mí es maestra de maestras, y me siento muy honrada de estar hoy sentada a su lado, y de tener la oportunidad de charlar con ella.  Finalmente daros las gracias a todas las personas que habéis madrugado en el primer día de Mercartes para acompañarnos y enriquecer, seguro, con vuestra presencia, este encuentro.

Quiero decir que me fascina el tema de la mesa, y que de entrada me gustaría hacer una precisión. Porque cuando hablamos de tabúes, o de temas tabú en el teatro, inmediatamente pensamos en el contenido de los espectáculos: ¿sobre qué tratan? ¿Qué va a contarme a mí esta obra? Hablamos de contenido, diferenciándolo de la forma, el modo concreto en que ese tema me es trasmitido. La distinción entre forma y contenido, para mí, tiene una utilidad que es bastante instrumental. Y como voy a comentar al final de mi intervención, para mí forma y contenido son dos cosas que por fortuna se co-implican mútuamente.

Voy a hablar de temas tabú en las artes escénicas para niños y niñas, partiendo de una consideración que para mí es fundamental, y que creo que condiciona en buena medida mi acercamiento a este tipo de teatro. Yo estoy muy en desacuerdo con esta idea, que de vez en cuando me toca (nos toca, seguro) escuchar, de que la infancia es la mejor o la más feliz de las épocas de la vida. Cuando lo escucho, siempre pienso que la persona que lo dice no tiene memoria; y que es incapaz de recordar su propia infancia. Y también pienso que atribuimos esa felicidad a la infancia en un ejercicio de idealización del pasado: esta idea de que “cualquier tiempo pasado fue mejor…”, especialmente, si se trata de la infancia. Una idealización, claro, es más bien la formulación de un deseo; uno que generaliza y obvia los detalles, los colores y los matices que conforman la verdadera infancia –que conformaron la nuestra–, la infancia real.

Mi idea es que existe dolor y existen problemas en la infancia; en cualquier infancia. No creo que yo haya sido una excepción en ese sentido. En mi opinión, el dolor, las preguntas, las inquietudes, simplemente adaptan su tamaño al de quien las padece.

“El colegio. La separación. El mar. Las espinacas. Las inyecciones. ¿A dónde se ha ido el abuelo? ¿Cómo será mi hermanita cuando nazca? ¿Yo también voy a morir? ¿Qué es una guerra? ¿Por qué él sí y yo no? Mamá. Papá. El cuarto al final del pasillo. Las voces. Los lobos. Las brujas, fantasmas, vampiros y demás parientes. Los perros. ¿Pero qué hay en realidad debajo de mi cama?…” Escribí esto como parte de la investigación, publicada por Assitej, que Javier ha mencionado. Es un listado de algunos de los temores potenciales que nos asaltan cuando somos niñas, cuando somos niños; algunos de ellos los experimenté yo en primera persona (y no los he olvidado), algunos los he escuchado de otras niñas y niños, entonces y ahora.

¿Por qué inventamos y escribimos historias? ¿Os lo habéis planteado alguna vez? La razón de ser de esta feria, como del resto de eventos y acciones en torno a las cuales giran las vidas de todas las personas que estamos aquí ahora mismo, son las historias de ficción. ¿Por qué hemos hecho ficción desde el principio de los tiempos, cuando sabemos que los hombres y las mujeres ya representaban acciones rituales en el interior de sus cuevas? ¿Por qué seguimos inventando historias hoy día, que tanto parecen haber cambiado las cosas? 

Inventamos y narramos historias como una forma de enfrentar preguntas que nos dan miedo. Y esa es la razón por la que, tantos siglos después, seguimos haciéndolo: porque el miedo y las preguntas no han desaparecido. Ni tampoco nuestra forma de enfrentarnos a ellas. Quiero leer una cita que no es mía:

“Me ves, sentado a la mesa, frente a ti, grueso, anciano, las sienes canas. Me ves coger la servilleta y extenderla. Me ves servirme un vaso de vino. Ves la puerta que se abre detrás de mí, la gente que pasa. Pero para que lo entiendas, para darte mi vida, tengo que contarte un cuento: y hay tantos y tantos cuentos… de la infancia, de la escuela, de amor, de matrimonio, de muerte, y así de forma sucesiva, y ninguno es cierto. Pero nos contamos cuentos como si fuéramos niños y, para adornar los cuentos, componemos estas frases ridículas, extravagantes y hermosas” (V. Woolf, Las olas, 1931). 

Esto lo escribió Virginia Woolf al final de Las olas, una de sus últimas novelas; colocó estas palabras en boca de su personaje Bernard, que hace funcionar como una especie de alter ego suyo. Y esto es lo que hacemos nosotras y nosotros: contarnos cuentos para llegar a ser capaces de entender lo que nos pasa, quiénes somos y cómo es nuestro mundo. Nuestra ficciones demuestran que en esta vida no basta con ser, necesitamos contarnos para comprendernos. Los seres humanos somos narrativos, y lo somos porque tenemos miedo.

¿Y de qué tenemos miedo?, sería la siguiente pregunta. Bueno, la respuesta a esto puede ser muy variada. Porque la verdad es que la cantidad y la diversidad de los miedos depende del grado de neurosis que cada cual tenga. Yo, que la tengo bastante alta y desde siempre me he dedicado a pensar en esto del miedo (yo fui una niña muy miedosa), he acabado llegando a la conclusión de que a pesar de que podamos enumerar miles de cosas que nos dan miedo (confesables y también inconfesables), hay algo, una sola cosa que nos resulta terrible por encima de todas las demás (¿adivináis el qué?): es la muerte. La filosofía (y yo, aunque no la disfrutara mucho entonces, estudié filosofía antes de dedicarme a escribir y a hacer teatro) ha destinado muchas páginas y muchos siglos a pensar acerca de la muerte. Por la misma razón por la que lo han hecho la literatura y el teatro: por miedo. 

Solemos escuchar que los seres humanos somos los animales más vulnerables. Y yo creo que si lo somos, no es solo porque las crías humanas nazcan mucho más a medio hacer que las de otros mamíferos (los embarazos humanos duran muy poco, en comparación), sino porque además de morirnos, que es algo que tenemos en común con el resto de seres vivientes, somos conscientes de que algún día lo haremos. (También somos egocéntricos: no sabemos, en realidad, si los perros o las gallinas también sepan esto; así que mientras tanto continuamos comportándonos como si fuéramos el centro del universo, y así nos va… Pero esta es otra historia).

La filosofía existencialista, que a mí me gusta bastante (con Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir a la cabeza), ha señalado cómo el ser humano es un ente arrojado al mundo, y cómo en este estado de cosas somos radicalmente libres, con el vacío y la indeterminación (y el vértigo) que eso conlleva. Tenemos que decidir, y tenemos que decidir AHORA. Y esa decisión conlleva siempre la pérdida de algo; el hecho es que el ser humano no deja de morir durante toda su vida, de encarar cambios y por lo tanto duelos. Para ganar hay que perder, para vivir hay que morir. Todo el tiempo. Ante semejante panorama, solo caben dos posiciones. La primera, claro, es la desesperación: tirarse del tren en marcha. La segunda resulta algo más humanista: consiste en la búsqueda de un sentido personal (y colectivo, creo yo) a ese vacío existencial, la creación de un proyecto, o de muchos. Esos proyectos, en parte, son los que nos traen aquí hoy.

No quiero teorizar en el vacío. Si tengo que dar ejemplos de cómo la literatura y el teatro para la infancia han dialogado con el hecho de la muerte, mencionaría muchos cuentos populares como Blancanieves, Caperucita Roja o La Bella durmiente; pero también recurriría a una fábula contemporánea como la que nos cuenta la película Up (Pixar, 2009). Y también hablaría de su encarnación en personajes muy concretos, como las brujas, los gigantes, los ogros… Maléfica, por ejemplo, la antagonista de La Bella durmiente, es un ejemplo magnífico. A propósito de estas últimas encarnaciones, es muy interesante la cuestión del tamaño; de cómo se ha jugado con la proporción a la hora de manejar la muerte en los materiales dirigidos a la infancia: el tamaño de los dragones, los gigantes, etc. no es casual; tampoco el de los enanos, que en cambio suelen ser un recurso amistoso y de domesticación del miedo (Ch. Nöstlinger, Un enano en la oreja, 1989).

Así que mi teoría es que en cuestión de miedo, es la muerte lo que sobre todo nos paraliza. Saber que un día todo va a terminar, y desconocer qué ocurrirá después. De ahí la obsesión por el control: la neurosis. Y de ahí nuestras historias.

Todo lo demás, el resto de temas que nos producen temor, derivan de esto. Yo he glosado unos cuantos, buscando ejemplos en la literatura y el teatro para niñas y niños. Algunos muy recurrentes son por ejemplo el miedo a crecer, que encontramos en Peter Pan, en Caperucita Roja y también en la obra Zapatos de arena, de Suzanne Lebeau. El temor a perder a los seres queridos, presente en Bambi y en Pelillos a la mar (La historia de Anita Pelosucio), de Tomás Gaviro. La soledad, que aparece en Un enano en la oreja, en La conejita Marcela, de Esther Tusquets, o en Una niña, de La Rous. Y la injusticia, presente en el cuento Rosa Caramelo, de Nella Bosnia y Adela Turin, y en El ruido de los huesos que crujen, también de Suzanne Lebeau.

Evidentemente, mi posición es que el miedo, la muerte y sus derivados no solo están, de hecho, en la obra de numerosas autoras y autores, sino que DEBEN ESTAR. Voy a tratar de argumentar por qué.

El psicoanalista Carl Gustav Jung hizo una afirmación un tanto paradójica que se ha vuelto muy famosa y que quizá hayamos oído en más de una ocasión. Dijo que no podemos iluminarnos imaginando figuras de luz, sino siendo conscientes de nuestra propia oscuridad. Al formular su teoría del inconsciente colectivo, esa instancia formada por los arquetipos, estructuras inconscientes que todos los seres humanos compartimos y que evidenciamos a través del sueño y también de la creación artística, Jung habló de la Sombra, un arquetipo que define el reverso o negativo de la personalidad consciente. Se trata de aquellas imágenes y contenidos que rechazamos, acerca de nosotros mismos; lo que decimos que no somos (y que en ocasiones, nos molesta tanto del resto), pero que en realidad también somos. Nuestra parte oscura. Jung nos hizo conscientes de que, por mucho que nos neguemos, todos somos buenos y también malos; buenas y también malas. Estas dos figuras del Bien y el Mal, en contra de lo que sistemas morales como por ejemplo el católico, llevan siglos repitiendo, no son dos ámbitos separados, sino dos figuras simultáneas que cada una y cada uno albergamos en nuestro interior. Bien y Mal, Luz y Oscuridad, son condición de posibilidad la una de la otra. Esto supone que cada una y cada uno llevamos dentro a nuestra peor enemiga; la perfecta antagonista. La semilla del conflicto germina en nuestro interior. También la de la ambigüedad.

Graciela Montes, en su admirable ensayo El corral de la infancia, habla de la infancia como de un concepto ambiguo, una fase de la vida que incluye tantas luces como sombras, generadora tanto de ternura como de violencia. Cada niña y cada niño tiene un ogro viviendo en su interior. Si alguien tiene alguna duda sobre esto, basta observar lo que sucede, durante solo un rato, en un patio de recreo. Graciela Montes aboga por el carácter irreductible de esos ogros; y rompe una lanza en contra de su domesticación.

Cuando desde ciertos ámbitos se insiste en la doble funcionalidad del teatro para la infancia, como recurso pedagógico, por un lado, y como maniobra de evasión, por otra, se está plasmando de forma muy clara esa visión de Blanco o Negro, domesticación en valores (ciertos valores, no lo olvidemos) y ausencia de problematización o conflicto:

“En cuanto comencé a ir a las librerías me di cuenta de que existían dos tipos de libros en las estanterías de los más pequeños. En el primer grupo, que era el más importante, me encontraba con lo que los adultos habían decidido que yo debía saber o conocer sobre el mundo que me rodeaba. […] Se trataba del mismo tipo de mensaje que tanto mis amigos como yo oíamos todos los días: Siéntate bien, niño. No te internes mucho en el bosque. Dale las gracias a la tía Etta. Vamos, deja de soñar despierto y haz los deberes. Cariño, por favor, no debes inventarte cosas” (A. Lurie, No se lo cuentes a los mayores. Literatura infantil, espacio subversivo).

Domesticación, por tanto; desde la literatura y desde el teatro. Con el consiguiente borrado del conflicto, de la pregunta, de la Sombra. Al contrario de cómo operan los ejemplos que he mencionado antes; en ese sentido Bruno Bettelheim señala, con acierto, cómo el valor de los cuentos de hadas reside, justamente, en que son capaces de elaborar las problemáticas existenciales en clave simbólica, en lugar de hacerlas desaparecer.

¿Por qué es tan habitual encontrar este despojamiento en las dramaturgias para edades tempranas? Bueno, yo creo que hay que señalar una incapacidad fundamental como sociedad, por nuestra parte, para lidiar con las realidades del conflicto y la ambigüedad. Esto no es nuevo, sino que podríamos remontarnos al principio de identidad que formuló Parménides hace nada menos que veinticinco siglos:

Lo que es, es
Lo que no es, no es

Sobre este binarismo se asienta la filosofía platónica, y sobre esta, todos los cimientos de la filosofía occidental hasta nuestros días: blanco-negro, alto-bajo, hombre-mujer, vida-muerte…

“No hay mejor documento que la literatura infantil y juvenil para saber la forma en la que la sociedad desea verse a sí misma, ya que constituye un mensaje de los adultos a la infancia para contarle cómo debería ver el mundo” (T. Colomer, Introducción a la LIJ). De nuevo, la proyección de un deseo. Encontramos buenos ejemplos de esto, tanto en la mayor parte de historias de Disney, que despojan y eliminan contenido de fábulas y mitos más antiguos, como en la nueva corriente de los libros de valores, en los que se definen y delimitan hasta la extenuación emociones y sentimientos; no vaya a ser que alguien experimente algo que no esté en el guión.

Esta incapacidad para lidiar con el miedo es, no obstante, patrimonio del mundo adulto. Los niños y las niñas tienen muchos menos problemas para bregar con la sensación de vulnerabilidad; conviven a diario con ella. Este universo mental polarizado en categorías binarias y aparentemente tranquilizadoras es nuestro, no suyo.

Teresa Colomer habla de la inclusión del conflicto como tema en la literatura infantil, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX (de la nueva literatura infantil; ya que la antigua no se corta en ese sentido). Esto hace que algunas autoras y autores se atrevan, incluso, a plantear problemas sin aportar una solución definitiva (como es el caso en algunas de las obras de Suzanne Lebeau; por ejemplo, Gil). Colomer habla del surgimiento de finales abiertos o incluso infelices.

Porque frente a la reproducción de ese esquematismo, sabemos que hay una literatura y un teatro para edades tempranas que no se contenta con los colores parchís ni con seguir dando las mismas recetas de siempre. Materiales como los que ya hemos mencionado suponen permitir que nuestras ficciones, en lugar de recetas, se conviertan en mapas, piedrecitas en el camino que sirvan de pistas y que ayuden a niños y niñas a construir sus propios recorridos, a elaborar sus propias respuestas. Claro está que esto implica considerar a niñas y niños, no como adultas y adultos a medio hacer, sino como auténticas compañeras y compañeros de viaje. Como instancias mediadoras entre la psique y el mundo, las historias pueden así convertirse en asideros, más que en tiritas. Prestar atención a los ogros en nuestros cuentos, significa no darle la espalda a la existencia real, indudable, de ogros en la realidad; permitir que la ficción ayude a elaborar problemas, en lugar de negarlos. Ni problemas ni ogros desaparecen porque nos empeñemos en no hablar de ellos; al contrario, crecen y se hacen más fuertes.

Me gustaría hacer unas matizaciones en relación a la forma en que estos contenidos se articulan en el teatro para niños y niñas. En La frontera indómita, Graciela Montes señala la importancia del juego, que no es sino una forma de ritual; tanto en el día a día de niños y niñas, como en la creación de historias. ¿Qué es el ritual sino la más antigua forma de conjurar el miedo? Ella reivindica la importancia de la forma, al mismo nivel que el contenido; en contra de lo que ha sido preponderante en nuestra concepción estética occidental (y que ella considera resultado de una mala interpretación de las palabras de Aristóteles en su Poética, acerca de la mimesis y la poiesis, que deberían ser consideradas al mismo nivel). Por esta razón decía al comienzo que forma y contenido, para mí, son categorías explicativas que se implican mutuamente.

Yo diría que la forma, el modo en que contamos las cosas a la infancia, es determinante. No todo vale. Así, vemos que la comedia (entendida en un sentido amplio, como aquel dispositivo capaz de trasmutar el dolor en esperanza) es el género fundamental en el teatro para jóvenes públicos. Que, de modo similar a como vemos que ocurre en la ilustración de cuentos y álbumes, lenguajes como los títeres, los objetos, el cuerpo y la danza permiten grados de abstracción y simbolización capaces de adentrarse en terrenos, en ocasiones, muy complicados y dolorosos. Que la búsqueda del simbolismo es garantía de que podemos llegar a hablar absolutamente de todo; incluso de lo que todavía no se ha hablado.

Ejemplos maravillosos, de esto, los encontramos en Una niña (La Rous, 2013), en Malas palabras (Tras la puerta Títeres, 2014), ¡A comer! (Peus de Porc, 2015), Izar-Estrella (Marie de Jongh, 2018), ¿Cuándo? (Ultramarinos de Lucas, 2009), Juul, ¿qué te ha pasado? (Ultramarinos de Lucas, 1998).

Junto a esta tematización del conflicto y lo doloroso, la misma Teresa Colomer habla de la necesidad de regular la angustia; y a ello contribuyen mecanismos como los que hemos mencionado: el efecto de distanciamiento (por ejemplo a través de la música, o de la narración, en primera persona, en el teatro), la reelaboración simbólica y el humor.

Para terminar, me gustaría recuperar esta idea del comienzo. La del deseo o la proyección que las adultas y los adultos hacemos sobre la infancia. Parece este un concepto cargado de melancolía para quienes ya hemos pasado por ahí. No puedo evitar pensar que seguimos teniendo miedo al presente, a la necesidad de decidir aquí y ahora; porque toda decisión implica ganancia pero también pérdida. Tenemos miedo de nuestra falibilidad, de mostrarnos vulnerables y perdidos (como niñas y niños), y por ello nos aferramos a esa imagen que la memoria nos ofrece como algo fijo y verdadero. Sin embargo, como señala Graciela Montes, la creación artística supone siempre un diálogo, no solo con las niñas y los niños del presente, sino con las que un día fuimos (y que con suerte, continúan viviendo en algún rinconcito de nuestro interior). La escritura, el teatro se convierten así en una forma de mediación, a través del recuerdo y la memoria, con nuestra propia infancia; y ser leales a quienes fuimos pasa por no obviar preguntas, problemas o incertidumbres, por mucho que duelan, sino por alumbrar con suavidad el camino…



Valladolid (Mercartes), 7 de noviembre de 2018


Publico, pues, mi ponencia completa, por si pudiera interesarle a alguien.
También compartimos cereales y mucha charla: un GRAN DÍA...

No hay comentarios:

Página vista en total