miércoles, 24 de enero de 2018

Las niñas prodigio



Mi primera y única aparición en pantalla fue en un corto sobre el Holocausto. Hacía de niña judía. Me habían dicho que mi personaje cantaba, pero no el qué.
Al llegar al rodaje, mientras me hacían tirabuzones con unas tenacillas, me enteré de que mi voz no se oiría. Solo tendría que mover la boca.
-Ya en montaje te ponemos la cancioncita.
Eso me dijeron. Me sentí incompetente, poco preparada. Tenía nueve años, pero supe que ya me había quedado atrás. Debería haber tomado lecciones de claqué desde los tres años y clases de alemán desde los dos. Imaginé a una niña alemana, guapa y rubia, la afortunada criatura que cantaría la canción real.
Pasé parte del rodaje sentada en una silla, atenazada por la timidez, queriendo preguntarle a alguien del equipo quién era la niña que me iba a doblar. Cuando llegó mi momento, se me dijo que cantase cualquier cosa. Así calzarían mejor el doblaje sobre los movimientos de mi boca. Era el verano de El venao.
-¿Te sabes El venao?
Asentí con timidez. Quería hacerlo muy bien.

Y que no me digan en la esquina
El venao, el venao
Que eso a mí me mortifica
El venao, el venao

Fuimos al estreno, en una pequeña sala de cine del centro. Mi madre me compró un peto de lino color crudo.
El corto era muy malo. La acción empezaba con una familia judía corriendo por los tejados, huyendo de los soldados nazis. Antenas parabólicas que nadie había acertado a camuflar asomaban por el horizonte. Esa familia que huía era la mía, es decir, la de la niña judía que yo interpretaba. Yo me había perdido y habían decidido escapar sin mí. Todos los actores salían un poco demasiado serios, con el ceño permanentemente fruncido, lo propio de los dramas históricos. 
Y de pronto aparecía yo, con mis tirabuzones brillantes y mi muñeca de trapo, con un vestido raído que en pantalla se veía gris, aunque era azul, sentada en el escalón del portal de una casa vieja. Un soldado se me acercaba y yo suplicaba piedad con la mirada. Entonces abría la boca. Mágicamente, empezó a brotar una canción alemana. Mi madre me dio la mano. En mi absoluta ansia de obediencia y de querer hacer las cosas mejor que bien, había vocalizado tanto que se me leían los labios. Incluso con el doblaje de la canción alemana, se entendía lo que estaba cantando. El público, entre risas, empezó a corear.

El venao, el venao
Que eso a mí me mortifica
El venao, el venao

Se inició un jaleo festivo que contaminó las siguientes escenas. A mi madre le sudaba la mano, pero no se la solté.



Sabina Urraca, Las niñas prodigio (2017)
(Imagen: Nadia Comaneci, Montreal 1976)

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