miércoles, 23 de marzo de 2011

Un enano en mi bañera

Aquella mañana, cuando me disponía a ducharme, descubrí de pronto que había un enano viviendo en mi bañera. El enano no medía más que la falange de mi dedo meñique. Lo único que se veía de él era una diminuta caperuza amarilla, en la blancura de la loza del baño. Porque era un enano de caperuza amarilla. Estuve a punto de aplastarle con el pie. Y no sólo era un enano diminuto, de caperuza amarilla; también era un enano incendiario. Tuve que acercármelo al oído para escuchar lo que decía: reclamaba la bañera como espacio y me acusaba de haberle invadido su casa. Traté de explicarle que yo llevaba muchas mañanas de mi vida duchándome allí, pero no conseguí que entrara en razón. Me di cuenta de que nunca me había planteado seriamente la cuestión de la bañera como propiedad privada. Así sucede siempre, hasta que ocurre algo que te obliga a planteártelo. Algo como un enano diminuto e incendiario, de caperuza amarilla, viviendo en ella. Podría haberle ahogado sin querer, argumenté yo. Pero el enano se mantuvo en sus trece: toda vida, por pequeña que sea, conlleva riesgos insalvables. El enano tenía más de cuatrocientos años y grandes conocimientos de la vida en general, y de mi bañera en particular; ahora reconozco la enorme suerte que tuve cuando se negó a desaparecer por el desagüe –tal y como yo sugerí. Desde entonces, comparto la ducha con un enano. Diminuto. De caperuza amarilla. Incendiario.


(*Agradezco la inspiración, temprana en el tiempo, de Der Zwerg im Kopf, de Christine Nöstlinger, 1989)

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