Leo y trabajo con una botella de agua al lado.
Siempre es la misma: una botella pequeña, de cristal, que lleno, bebo y vuelvo a llenar cuando el agua se termina.
Mientras no leo ni trabajo, la botella está dentro de la nevera.
El resto del tiempo, la botella descansa sobre el escritorio, la mesilla de noche o en un rincón del sofá.
La botella anterior, la que me daba de beber desde 2013, era un modelo tradicional, con cierre hermético (como los tuppers que compramos en Ikea a la vuelta de Catalunya, cuando decidimos ser sanos y no usar más plástico). Me la compró una amiga de mi madre, en el Zakka de la calle Fuencarral. La botella estuvo hidratándome desde entonces, vivió la mudanza de casa de mi madre a la mía, varias limpiezas, mis rituales nocturnos antes de acostarme...
La semana pasada descubrí que el fondo tenía verdín. Verdín. Traté de limpiarla, frotándola por dentro con Fairy y un cepillo alargado y duro. Pero no sirvió de nada: el cuello era demasiado estrecho, al igual que el extremo del cepillo, y no me dejaba maniobrar.
Así que asumí que era su final.
Aún no me he decidido a tirarla, aunque sé que el contenedor de reciclaje es el mejor destino que puedo darle (y hay demasiadas cosas en esta casa, la verdad, para acumular botellas con ecosistemas acuíferos dentro).
Decidí buscar una nueva, aunque apenas había empezado a hacerlo.
El viernes, cuando iba a nadar, me pasé por el Tiger de Pacífico y vi esta, la de la foto. Es pequeña, pero de cristal. El cuello es bajo y ancho. Tiene empuñadura de silicona. Rosa. Y cierra a rosca.
Y solo costó 3 euros.
Así que este fin de semana, aparte de desayunar caro, comprar tulipanes rojos, ver docus de Francia salvaje, celebrar cumpleaños de cuñadas, ir al teatro y a la nieve, leer a Margaret Atwood y a Joanna Russ, sentirme gorda y hacerme daño en los riñones, he estrenado nueva compañera de vida.
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