Elimina a tu madre, después a tus dos abuelas, después a tus cuatro bisabuelas. Retrocede más generaciones y cientos, después miles, desaparecen. Las madres desaparecen, y los padres y las madres de estas madres. Incluso más vidas desaparecen como si nunca hubiesen sido vividas hasta que reduces un bosque a un solo árbol, una red hasta una línea. Esto es lo que se necesita para construir una línea narrativa de sangre o de influencia o de sentido. Yo solía verlo todo el rato en la historia del arte, cuando nos contaban que Picasso procreó a Pollock y Pollock procreó a Warhol, y así todo el tiempo, como si los artistas solo fuesen influidos por otros artistas. Hace décadas, el artista de Los Ángeles Robert Irwin, como bien es sabido, dejó tirado en una autopista a un crítico de arte de Nueva York después de que este último se negase a reconocer la destreza de un joven tuneador de coches clásicos. El mismo Irwin había trabajado tuneando coches y la cultura de los coches clásicos le había influido profundamente. Recuerdo a una artista contemporánea que fue más educada, aunque estaba tan enfadada como Irwin, cuando en la presentación de un catálogo se afirmó que nacía directamente de Kurt Swchitters y John Heartfield, endosándole así un pedigrí paternalista. Ella sabía que venía del haberse ensuciado las manos, del tejer y de todos los actos prácticos de la producción, de gestos acumulados que la habían fascinado desde que los albañiles fueron a su casa cuando era una niña. Todo el mundo está influido por aquellas cosas que preceden a la educación formal, que aparecen de la nada y de la vida cotidiana. A estas influencias excluidas las llamo LAS ABUELAS.
Rebecca Solnit, Abuela Araña (en Los hombres me explican cosas, 2015).
Las mayúsculas son mías.
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