Con permiso, unas pocas notas para una
autobiografía literaria de carácter oral:
Me encantaba esperar, a media tarde, solo
en su hogar, a que volvieran de la escuela.
Soy consciente de que se me podría acusar
de presentar síntomas relacionados con una
fantasía maternal insatisfecha, pero soy un
cuervo y los cuervos podemos hacer de todo
en la oscuridad, incluso jugar a ser mamás.
Me dedicaba a picotear, miraba por aquí, miraba
por allá. A veces recogía del suelo el típico
calcetín perdido o una pieza de puzzle. Iba
dejando pequeñas cagarrutas allí donde sabía
que él nunca llegaría a limpiar.
Lo primero que oía era una mezcla de voces
agudas, un parloteo jovial y cantarín. Los
niños. Podía seguirle un golpe al chocar uno
de ellos contra la puerta de la calle, y una pausa
mientras recuperaban el aliento y esperaban
a que el padre se les uniera. Entonces, él abría
la puerta y con ese clic el apartamento se
llenaba de ruido, Quitaos los Zapatos, Dejad
las Mochilas, No las dejéis ahí, He dicho que
No, ponedlas ahí, venga, en marcha,
pim, pam, pim, pam, escaleras arriba.
Hay una cierta arrogancia, bella y perezosa,
en el cansancio de esos hombrecitos que van
dando tumbos por toda la casa durante el breve
interludio que precede a la búsqueda de comida
o de entretenimiento, y siempre me llenaba
de un optimismo impropio de mí y me levantaba
el ánimo verlos volver al cubil como si nada.
¡Y el azúcar! Oh, aquellas tardes en las que
él les permitía comer golosinas, o en las que
se encaramaban a la despensa y saqueaban
-con maneras de cuervo- el alijo de su padre.
El comportamiento de las crías humanas tras
ingerir serias cantidades de azúcar es verlo
para creerlo. Los estimula y trastorna de forma
hilarante durante algo así como una hora,
hasta que caen desplomados.
Es increíble cómo se parecen a zorreznos
empachados de sangre.
Max Porter, El duelo es esa cosa con alas, :Rata_ Books, 2016.
Imagen del regalo de la compañía Arena en los bolsillos, por su 10º aniversario... ¡Gracias!
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