Mientras la casa estuvo llena de reglas y horas estrictas para ir a la cama, todas pegadas a la nevera con imanes Bryson Paper Mill, pequeños pinitos con las iniciales B. P. M. estampadas en oro, fuimos básicamente niños sin vigilancia. Encontrábamos maneras de hacer lo que queríamos, aunque siempre le dábamos mucho bombo al momento de la noche en que uno de nuestros padres (nos habían dicho, dábamos por sentado) iba a controlarnos antes de que ellos se acostaran. Nunca llegábamos despiertos a ese momento, pero sabíamos de él, creíamos en él con fervor religioso, y a veces, enviados a dormir demasiado pronto en una noche de verano inundada de grillos, nos preparábamos para él como si fuera el Juicio Final. Lo convertimos en una especie de concurso de escultura corporal y posábamos de manera elaborada sobre nuestras camas: a la pata coja encima del colchón, con la cabeza colgando por un lado, los brazos levantados en el aire y las bocas, dientes y ojos dispuestos en muecas de pasmo. "Vaya sorpresa se va a llevar mamá con esta", decíamos, o "Papá va a flipar", y después intentábamos quedarnos dormidos así. Por la mañana nos despertábamos en posturas convencionales, sin acordarnos nunca de si habíamos vislumbrado a un padre o no, o de cómo al final nos habíamos dormido en aquella posición más normal.
Lorrie Moore, El hospital de ranas (1994)
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