domingo, 31 de diciembre de 2017

Apegos feroces



El marido de Dorothy y yo nos quedamos mirándola boquiabiertos. Antes de que él pudiese detenerla, se inclinó hacia mí y me susurró:
-Nunca te quiso. Nunca quiso a nadie.
A la mañana siguiente me di cuenta de que, aunque yo no había dicho "Eso es ridículo" antes de humillar a Davey, Dorothy sí había oído las palabras. La madre que habitaba en ella había oído a la que habitaba en mí.

*

Estamos calladas. Porque estamos calladas, resulta más difícil eludir el ruido de la calle. Me recuerda que no estamos en el Bronx, que estamos en Manhattan: para las dos, el viaje ha sido más que una serie de paradas de metro. Y aun así, esta noche, este salón se parece tanto a aquel otro, y la luz, la tenue luz de verano, parece de pronto una versión empañada de aquella otra luz pálida, la que nos bañaba en la entrada.
Mi madre rompe el silencio. Con una voz sorprendentemente libre de emoción -una voz distanciada, curiosa, que solo desea recabar información-, me pregunta:
-¿Por qué no te vas ya? ¿Por qué no te apartas de mi vida? No voy a detenerte.
Veo la luz, oigo la calle. La mitad de mí está dentro; la otra mitad, fuera.
-Ya sé que no, mamá.


(Vivian Gornik, Apegos feroces)


Y así acaba 2017.

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