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En la parte trasera de mi casa, ante la claridad que trasluce la puerta corredera de cristal, puedo mirar el porche. En el porche hay margaritas y suculentas sembradas en macetas de barro rojo. Una de las macetas está vacía. Es poco profunda, pero ancha, y está llena de agua, como una pila para que los pájaros se bañen en ella.
Mi gata suele adormecerse encima de la jardinera de la ventana. Su barbilla gris está empolvada con la pelusa iridiscente de las alas de mariposa. Si doy un golpe suave en el cristal, la gata no levanta la mirada.
El sonido que hago no es una señal para la comida.
De niña, me escapaba por las noches. Me estrechaba a los setos y me fundía con las sombras de los árboles. Iba a un solar en construcción que había cerca del lago. Cogía la cuba de una hormigonera, la arrastraba hasta la orilla y me sentaba dentro, como si fuera el platillo de una taza. Con la ayuda de un remo robado la empujaba hacia el agua y me pasaba horas flotando, sin oír ruido alguno.
La pila para pájaros tiene la misma forma que aquella cuba.
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(En la bañera, de Amy Hempel; imagen de Milagros Caturla, un descubrimiento de hoy gracias a Fotografía a Catalunya)
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