1. En 2008 yo estaba muy enfadada. Leía la prensa todos los días, a primera hora, cuando llegaba al trabajo. Aún no usaba redes sociales. Pero argumentaba duramente con cualquiera que se prestara; lo hice muchas veces en este blog, y de aquella ira quedan buenos ejemplos en el archivo de esa época.
2. A partir de 2010, más o menos, dejé de enfadarme. Dejé de argumentar. No creo que fuera una decisión consciente. La política desapareció de mi vida como una actividad diaria, como un empleo y una militancia con siglas determinadas; y esto sí que fue algo voluntario y meditado. Mi activismo interior no disminuyó, pero de alguna forma me relajé. Ya no sentía la necesidad de enfadarme, ni de argumentar o convencer a nadie. Empezó a ser algo así como pensar: Si tengo que convencerte de esto... es que ni siquiera me interesa lo que pienses, no quiero hablar contigo. Dejé de hacer pedagogía.
3. No leo la prensa. Ni veo tertulias políticas en televisión. Los únicos debates y polémicas que me llegan, lo hacen a través de redes sociales, por mensajes y enlaces de gente individual y más o menos cercana. De hecho, estoy en contra del periodismo, tal y como actualmente se practica: me parece una fábrica de amarillismo y espectáculo. Un cuarto poder acorde con el sistema al que retroalimenta: uno en el que todo puede ser comprado, y por tanto también vendido.
4. Se me ocurre lo siguiente. Ahora que estoy leyendo El cuento de la criada, ahora que por primera vez en casi diez años, me veo en la tesitura de volver a enfadarme y argumentar (cuando lo que quisiera es seguir navegando en Pinterest)... Ahora, un experimento de ciencia ficción. Estoy pensando que si todos nuestros hermanos, nuestros novios, nuestros padres, primos y amigos, si todos ellos pudieran vivir, durante un solo día de sus vidas, uno solo, sintiendo y viviendo como si fueran una mujer, si pudieran experimentar el mundo desde la perspectiva y el lugar del mundo que ocupara esa mujer... quizá entonces no sería necesario argumentar mucho más. Mostrar en vez de explicar. No pienso en esas películas tontas en las que Mel Gibson se ve obligado a depilarse las piernas... aunque también. Me refiero a una experiencia completa, holística. Se me ocurre que si tal cosa fuera posible, entonces nuestros padres, nuestros hermanos, primos, novios y amigos podrían sentir algo más que el impacto de la cera caliente sobre la piel; todos ellos, de una vez, experimentarían el dolor más allá de la cera. Los abusos, los contactos físicos y virtuales no buscados, sino impuestos; en los medios de transporte, en el trabajo, dentro de la familia. Todas las preguntas, todas las miradas, todas las presencias (políticas, médicas, epistémicas) sobre sus cuerpos. O simplemente el temor de que sea demasiado de noche, y haya poca gente para volver a casa. La necesidad constante de demostrar: lo que se vale, lo que se sabe, lo que se puede. Se verían también obligados a escuchar las explicaciones y las lecciones constantes de quienes les rodean, claro. Y además entenderían cuál es el verdadero significado, por ejemplo, de la palabra culpa... Me agota argumentar. Pero se me ha ocurrido que si por un solo día esto fuera posible, entonces ellos podrían al fin sentir en sus cuerpos un poco (24 horas, en definitiva) de esa herida profunda que nos atraviesa a nosotras todos y cada uno de los días de nuestras vidas. Esa vieja herida, que es nuestra, de cada una (no existe una sola mujer que no haya sido agredida de algún modo, a lo largo de su vida, por el solo hecho de ser mujer), y que nunca puede llegar a curarse del todo porque además de ser de cada una es también de todas las demás. De las que nos rodean y también de las que nos precedieron. Por eso es una herida vieja que en muchos casos está ulcerada. Por eso. Esa vieja herida que consiste en ser mujer: en portar sobre tu cuerpo todas las humillaciones, las violaciones, las burlas y las difamaciones que las demás tuvieron que soportar antes. En algún momento. En algún lugar. Porque el cuerpo, resulta, no es algo solo individual, y además siempre recuerda... Al fin podrían entender de qué hablamos; y también de qué callamos.
5. No he seguido el caso Juana Rivas este verano. La verdad es que evito leer sobre cualquier caso que tenga que ver con la llamada violencia de género. Me abre esa herida, soy así de sensible. El dolor me sobresalta y en cosa de un rato ya estoy otra vez cargando sobre mis hombros con todo el sufrimiento de los últimos milenios. Y también porque no quiero argumentar; me cansa, me enfada y no me hace más feliz. Pero hoy, sí, he terminado leyendo la entrevista de El País al ex marido de Juana Rivas; y me he enfadado. Por el contenido de la entrevista, y por el tratamiento periodístico. No la conozco a ella, ni los detalles de su historia, pero un maltratador nunca debería ser colocado al mismo nivel de autoridad moral que su víctima, y eso es lo que hace esta entrevista. ¿Alguien se imagina una entrevista similar al culpable de un asesinato no sexista? Y por otro lado, volviendo a Margaret Atwood y sus criadas, hay un sesgo en todo esto que me preocupa: cuando la prensa hace sensacionalismo con estos casos, cuando se forma un circo mediático de compra-venta de sucesos, lo que pasa deja de importarnos; los protagonistas se convierten en muñecos, son otros, distintos de nosotros, a los que les suceden estas cosas. Solo que nosotras sabemos que no; nosotras sabemos que las otras siempre somos nosotras... Y ya, paro de hacer pedagogía: ya sabes, si tengo que convencerte de esto (de esto, para lo que no tengo ni palabras...) es que no me interesa lo que pienses.
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