Eres Parisina, o sea, melancólica. Sumergida en los colores de tu ciudad. Conoces esa tristeza sin motivo, esa esperanza sin objetivo. Son los recuerdos perdidos y los perfumes que resurgen. Son los seres amados, que ya no están. El tiempo que pasa y una sonrisa dirigida al pasado.
No dura nunca mucho, pero ese humor tan particular te sustrae durante unos instantes al resto del mundo. Y te da ese aire ausente y absorto que se apodera de ti a veces.
Estás sentada en un restaurante, sola. No tenías una cita con nadie que no fueras tú misma. Con el libro en la mesa, miras a lo lejos, ante ti, sin ver a nadie ni oír las risas que suenan a tu alrededor.
Por la ventanilla del taxi ves desfilar, en silencio, los barrios y la gente feliz que se apresura. Tu respiración se vuelve más lenta. Pides al taxista que ponga la música más fuerte, para que acompañe tus pensamientos.
Demasiado temprano, por la mañana. Vas andando en el sentido contrario a la multitud que entra en el metro. Vas despeinada, pero tus joyas brillan todavía con el fasto de la víspera. Tu corazón se rompe en el camino de vuelta, y no le dirás a nadie por qué.
Alguien te habla, pero no prestas atención a lo que te cuenta. Porque has notado a lo lejos ese olor a vela encendida que te sumerge en el fondo del barrio perdido de tu infancia.
En verano, sobre todo, eres muy sensible a esa hora especial del crepúsculo. Entonces tu corazón se esponja como si toda la memoria del mundo afluyese hacia ti. No quieres hablar con nadie, y te encierras en tu habitación hasta que cae la noche.
(Anne Berest, Audrey Diwan, Caroline de Maigret y Sophie Mas, Cómo ser parisina estés donde estés, 2014)
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