Porque si a Chloe le gustaba Olivia y Mary Carmichael sabe expresarlo, se encenderá una antorcha en esa vasta cámara en la que nadie ha penetrado. Todas son medias luces y sombras profundas como en esas cuevas sinuosas donde uno va con una vela, atisbando arriba y abajo, sin saber dónde poner el pie. Y empecé a leer el libro de nuevo, y leí cómo Chloe vio a Olivia poner un tarro en un aparador y decir que era tiempo de volver a su casa y a sus hijos. He ahí un espectáculo que nunca se ha visto desde el principio del mundo, exclamé, y ya me puse a observar con curiosidad. Porque quería ver cómo se las arreglaba Mary Carmichael para captar esos ademanes no registrados, esas palabras sin decir o a medio decir que se diseñan, tan impalpables como las sombras de las mariposas nocturnas en el cielo raso, cuando las mujeres están solas, no iluminadas por la luz caprichosa y coloreada del otro sexo. Tendrá que retener el aliento, me dije, siguiendo la lectura, si es que va a hacerlo; porque las mujeres son tan suspicaces de cualquier interés que no esté respaldado por algún motivo evidente, tan terriblemente habituadas a la ocultación y al disimulo, que basta un parpadeo en su dirección para que se espanten. La única manera de hacerlo, pensé, dirigiéndome a Mary Carmichael como si estuviera presente, es hablar de otra cosa, mirando fijamente por la ventana, y así anotar, no con un lápiz en una libreta, sino en la más breve de las taquigrafías, en palabras apenas deletreadas, lo que sucede cuando Olivia (ese organismo que ha estado bajo la sombra de las rocas esos millones de años) siente que le cae encima la luz y ve venir hacia ella ese alimento extraño; conocimiento, aventura, arte.
(Virginia Woolf, Un cuarto propio)
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