martes, 27 de septiembre de 2016

Primera ratatouille



Un amigo me dijo una vez: Ten fe en el amor y él te llevará a cualquier sitio al que quieras ir. Yo añadiría: Ten fe en lo que amas, sigue haciéndolo, y te llevará a cualquier sitio al que quieras ir.
Natalie Goldberg
Suelo empezar mis talleres de escritura fotocopiando y haciendo que los alumnos y las alumnas lean un fragmento del El gozo de escribir, de Natalie Goldberg. Se trata de un libro maravilloso, que va más allá de lo que se entiende por un manual de escritura al uso. Natalie, aparte de escritora es maestra de escritura; organiza sus propios talleres en Estados Unidos, y tiene una visión de la creación que, podríamos decir, mezcla destellos procedentes de la meditación, el enfoque de empoderamiento y la danza.
Quizá alguna, o alguno, la hayáis leído.
En ese fragmento, Goldberg cuenta cómo, cuando acabó la universidad estaba enamorada de LA POESÍA (escrita así, en grandes letras), al mismo tiempo que tenía la seguridad de que ella no podía escribirla. Fundó un restaurante de comida orgánica con varios compañeros, y durante un tiempo se dedicó a preparar platos sanos y sabrosos. Cuenta cómo un día que había tenido que hacer una gran cantidad de ratatouille (que además del título de una película bastante deliciosa, es el nombre de un plato francés compuesto básicamente por verduras; una especie de pisto…), al volver a casa se detuvo y entró en una librería. Allí descubrió un volumen de poemas de Erica Jong (otra escritora norteamericana) titulado Fruits and Vegetables. Lo que dejó alucinada a Natalie fue un poema que Jong le había dedicado a ¡una berenjena!
A partir de ahí, Goldberg cuenta que en su cabeza de estableció un nuevo cortocircuito. ¡Se podía escribir sobre esas cosas! Cosas cotidianas, aparentemente anodinas y carentes de chispa literaria. Así que volvió a su casa y se puso a escribir.
Lo que esta anécdota (‘la epifanía de Natalie Goldberg’, podríamos llamarla) puede enseñarnos es que, con suerte, llega el momento en que una se da cuenta de que la escritura no es un terreno elevado e inalcanzable en el que solo tienen cabida los GRANDES temas como el amor, la culpa y el perdón. Casi siempre desde la distancia (para nosotras, sobre todo) de plumas masculinas. Llega ese instante en que una, bien porque literalmente se desborda sobre la página, bien porque decide, conscientemente, hacerlo, asume que tiene algo que decir. Y que ese algo puede partir de vivencias particulares, no especialmente espectaculares ni heroicas (aunque la vida cotidiana, sin duda, es el verdadero ámbito de los héroes y las heroínas…). La familia ha sido y es una fuente inagotable de temas y conflictos. Natalia Ginzburg (otra Natalia) reconoce que su escritura se transformó después del nacimiento de sus hijos; de alguna forma, dice, ya no deseaba escribir como un hombre. Grace Paley habla de la enorme suerte que fue para ella tener que recuperarse de una enfermedad que le hizo guardar reposo durante varias semanas, y lanzarse a la escritura de forma definitiva; sus temas siempre fueron domésticos, y nos trasmiten la época de cambios convulsos que los cincuenta y los sesenta representaron para las amas de casa estadounidenses. Jeanette Winterson llena sus relatos de excursiones de fin de semana al parque, con cestas de picnic repletas de queso y pan. Luna Miguel nos cuenta sus tatuajes (físicos y simbólicos) tanto en sus libros como en su blog. Jenn Díaz ha dedicado una maravillosa novela (Madre e hija) a espiar la relación entre madres e hijas.
No quería dedicar estas líneas a elaborar un catálogo de grandes escritoras. La verdad es que yo quería hablar de lo que un día pudo considerarse “pequeñas escrituras”. Todas estas mujeres han publicado, sí; pero cuando escribieron sus textos, cuando los escriben, en realidad se están contando a sí mismas.
Goldberg concibe la escritura como una práctica esencialmente gozosa. Eso no significa que obvie toda la parte de temor, de vértigo, de procrastinación… que la escritura conlleva. Justo porque la tiene en cuenta, considera que la escritura es fuente fundamental de placer. Y es que todo temor conlleva deseo; como las dos caras de una moneda. Y todo deseo implica la posibilidad de placer y disfrute. A las mujeres, de manera especial y denodada, nos han enseñado a temer el gozo; a sentirnos culpables de disfrutar. Y por ello, a considerar que aquello que nos hace sentir bien, en realidad no tiene valor social ni cultural.
Pero de pronto una descubre su berenjena. Y la vida no tiene vuelta atrás. Como las grandes elecciones, esta se toma sola. Su valor, es el nuestro: el de cada palabra, cada línea, cada historia. Todo: nuestra escritura es tan pequeña, y tan grande, como lo somos nosotras.
La mirada se transforma, y la vida también. Un escritor, o escritora, es alguien que escribe. Que adiestra su mirada en el complejo arte de ver más allá de la grisura y monotonía de las apariencias. La vida cotidiana está ahí, aguardando como una apisonadora; o no, sugiriendo imágenes y motivos que necesariamente deben ser contados, trasmitidos, recreados. He ahí el cambio; he ahí el gozo. Hacemos la vida mejor, gracias al ejercicio de contarla. Por eso Goldberg contempla la escritura, también, como una práctica diaria; de manera similar a los ejercicios de barra para las bailarinas y bailarines, debemos incorporar la escritura a nuestra práctica diaria. Normalizar su presencia en el día a día. Sudar. Así ganamos seguridad, vencemos al miedo (y a su hija, la procrastinación); así nos creemos a nosotras y nosotros mismos en ese ritual cotidiano de cortar nuestra berenjena… y contarlo.
Comenzamos talleres de otoño a la semana que viene............

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