En fin. Que a pesar de todo esto tan bonito, el jueves yo no tenía un buen día, y cuando salí de Alcalá de Henares y cogí el tren y me bajé en Atocha y seguí en el metro, sentía una mezcla de temor, dolor de pies por las bailarinas, y agotamiento psíquico. Pero qué difícil es saltar sobre esa cinta. Y el día tenía que continuar.
Me habían invitado a un estreno en La Abadía: un montaje procedente de Barcelona del que no sabía mucho más, solo que Jordi Casellas, el traductor del texto al castellano, había sido mi compañero en un taller del Obrador de la Beckett el último verano.
Como era pronto y me dolían los pies, decidí caminar muy lentamente y perder todo el tiempo posible antes de llegar. Entré sin interés en una tienda de ropa y salí igual. Y después me crucé de acera y entré en La Casa del Libro. Ya total me da igual hacer publicidad... para eso es mi crónica y manda el yo (el mío) y sus criterios de verosimilitud a la hora de ofrecer detalles... Y hablando de detalles y ahora que lo pienso, últimamente los jueves me pasan cosas muy curiosas, casi siempre relacionadas con teatros, tiendas de ropa y la necesidad de hacer tiempo...
Afortunadamente, este jueves no me estampé ni traté de atravesar ningún cristal... salvo el de la puerta abierta de la librería. A diferencia de las tiendas de ropa, que no son mis amigas, las librerías provocan muchos estados psíquicos y fisiológicos en mí. A pesar de todo, como no tenía un buen día, el jueves deambulé sin esperanza entre la gente y los libros. Hasta que me paré delante del estand reservado a los Moleskine y descubrí el cuaderno azul petróleo (¿existe este color o es una cursilada de escritora rosa?) 19x25 que ahora se oculta, en posición horizontal, sobre los libros de mi propia estantería. 17,20€. Después di más vueltas por allí. Comprobé que sigo sin tener suerte con Amelie Nothomb y su Metafísica de los tubos. Traté de recordar el nombre del cantante de The Eels y de su libro publicado por Alpha Decay (¿o es Blackie Books?), Cosas que los nietos deberían saber (una corazonada). Digo: estaba caída y desanimada, ni en sueños me habría acercado a preguntar a una empleada. Y porque era todo, claro, una pantomima: hasta me inmiscuí en la conversación de dos desconocidas y les recomendé que se llevaran Cuando yo tenía cinco años, me maté, de Howard Buten. Mientras, en mi cabeza se desarrollaba un animado debate: cuaderno azul sí, cuaderno azul no (no dirás 'petróleo' más, nunca más). Pequeñas Carries Bradshaws gimoteaban, descalzas, frente a la voz calmada y razonable de alguien muy parecido a mi padre: ¿A que no eres capaz de llevártelo, a que no? ¿De hacer algo tan espontáneo? Por una vez en tu vida. Mira, que tienes un mal día. Estas cosas se pueden hacer en días así... Tampoco es como si fueran unos Manolo Blahnik. Pero 17,20 son casi 20; 20 es la quinta parte de 100; 100 es casi lo que cuesta el taller de fotografía... ¿Y por qué comprar un cuaderno sin haber terminado el anterior? ¿Un cuaderno para apuntar qué? ¿Para qué sirve un cuaderno?
Me aburro. Me cansa mi ruido interno, y esa quizá es la mejor razón del mundo para comprar un cuaderno y escribir en él. Pero finalmente no lo hice por eso... creo. Fue más bien una cuestión de manos y pies. Después de todas esas acciones fallidas de búsqueda y cotilleo, volví ante los cuadernos. Y una vez que lo tuve entre las manos, mis pies se encaminaron, diligentemente, hacia la caja. Había cola y aún pude hojear, distraídamente, el libro de Jorge Javier Vázquez... o simular que lo hacía. Mientras jugueteaba, temblorosa, a tentarme con la idea de echarme atrás. Poco después pagué el cuaderno, comprobé que ya eran las ocho y salí a la calle con el corazón bombeándome a todo gas.
A lo mejor una tiene que hacer este tipo de cosas para salir del dolor, el cansancio y el miedo de los días malos. O a lo mejor una tiene que contar después que lo ha hecho. Y lo ha hecho.
Después llegué al teatro y esperé a mi amigo delante de la taquilla, mientras la entrada se iba llenando de gente guapa. Con el cuaderno escondido en su bolsa de plástico, escondida a su vez en mi bolsa de tela, un poco asustada y algo menos deprimida, temí que él nunca llegaría. Que yo sería la única de toda aquella gente que se quedaría fuera. Que no sería guapa ni vería Liberto (así se llama la obra). Y a cierto nivel, no obstante, pensé que no importaba tanto no ser guapa ni que me dolieran los pies. De todos modos el cuaderno azul seguía allí dentro de su bolsa, dentro de la mía, y podría escribirlo. De todos modos, yo también estaba dentro de aquella bolsa formada por capas sucesivas de plástico comercial y algodón orgánico.
Pero me equivocaba. Bueno, no en todo. Jordi llegó como cuatro minutos antes del comienzo y yo pude unirme al resto de la gente y ser guapa. Y gozar de una función que en realidad, aunque cueste creerlo a estas alturas, constituye la principal razón de ser de esta crónica. No me equivocaba en lo de sentir consuelo por estar en el interior de la bolsa, es así y nosotras las que escribimos lo sabemos. Que una nunca está completamente fuera, en el mundo, pero tampoco completamente dentro; y en ese abismo entre el adentro y el afuera transcurre, a saltos, como decía, la vida de quien escribe. Así, medio dentro de la bolsa, medio fuera, es como vi yo Liberto.
Dirigida por Norbert Martínez, es la clausura narrativa de Gemma Brió a una vivencia personal que clava sus uñas en un fragmento de la existencia que cuesta narrar con palabras. Sintetizando, y de forma muy aséptica, la obra cuenta los quince primeros días de vida de su hijo Liberto, un bebé que como dice el programa de mano, tuvo "la mala suerte de nacer niño y no gato". Pero me parece raro, e innecesario, hacer sepsis de lo que cuesta trabajo nombrar. Así que añadiré lo que sí puede ser dicho. Que se trata de una tragedia contada con los mimbres de lo próximo y cotidiano: la frialdad de un espacio que podría ser cualquiera ("Espera... Espera..."), la presencia de unos pocos objetos cargados de simbolismo, las rupturas de la música y, finalmente y por fortuna, del humor. Qué sería de nuestra propia tragedia sin el humor... y sin la posibilidad de contarla.
Este es nuestro lenguaje, nuestro léxico. Nuestras aguas primordiales. Vayan a ver Liberto: por la dramaturgia, por la valentía, por la catarsis. Por ustedes mismos. Vayan a ver Liberto y después cuéntenlo.
Como he hecho yo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario