Cuando las mujeres oyen esas palabras, despierta y renace en ellas un recuerdo antiquísimo. Es el recuerdo de nuestro absoluto, innegable e irrevocable parentesco con el femenino salvaje, una relación que puede haberse convertido en fantasmagórica como consecuencia del olvido, haber sido enterrada por un exceso de domesticación y proscrita por la cultura circundante, o incluso haberse vuelto ininteligible. Puede que hayamos olvidado los nombres de la Mujer Salvaje, puede que ya no contestemos cuando ella nos llama por los nuestros, pero en lo más hondo de nuestro ser la conocemos, ansiamos acercarnos a ella; sabemos que nos pertenece y que nosotras le pertenecemos.
(Clarissa Pinkola Estés, Mujeres que corren con los lobos)
Quiero ser guisante
Bucear bajo las sábanas
Y contemplar tu rostro, todos los rostros
-y los padres muertos, y los mensajes de whatsapp, y los cuencos de sopa de pescado, y las noticias de la radio, y los anuncios de idealista, y el inconsciente colectivo y todos sus arquetipos, y el pan de pasas y nueces, y la LIJ, y Una casa y todas las casas, y el vestido nuevo de flores que todavía no he estrenado, y mi anillo de, y Lola M, y la escritura terapéutica, y la otra, todas las escrituras, y el queso de cabra, y el miedo, y las horas en la piscina, y mi mochila Kanken, y el mundo que no-
desde abajo.
Mujer guisante.
Y pronunciar:
Yo no soy mala.
Yo no soy mala.
Yo no soy mala.
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