-¿Usas seda dental? -Me preguntó mi dentista.
Era el 28 de diciembre de 2012. Y no, yo no usaba seda dental.
Por aquel entonces atravesaba la ciudad una media de cuatro ó seis veces por semana, la mayoría de ellas casi de madrugada. Me dejaba envenenar con café. Adelgazaba. Me hormigueaban las manos y me sentía enferma. Descubrí las sopas chinas, por entonces. Y dejé de vivir en casa. Guardaba flores de plástico en botes de lápices. Escribía a mano, escritura-vómito, pero renunciaba a construir un personaje: todo me salía de dentro.
Mi dentista tiene barba y asintió, comprensivo.
-Qué pena... La seda es muy buena.
Le dije que me daba cosa. Grima. Dentera. Que nunca me había introducido nada entre los dientes.
Que tenía frío y sentía un pájaro azul atravesado en mi garganta. Me fumaba un cigarrillo y me mareaba. Me dejaba caer aunque sabía que lo que en realidad quería era tocar.
Estaba aprendiendo a preparar sopas de sobre para la fiebre y la tos, pero todavía me salían muy sosas.
Estaba escribiendo una tragedia; y pensaba que formaría parte de una Trilogía del Dolor.
Era Navidad y fregaba el suelo con amoníaco aunque no había ventanas.
-La seda es un seguro de vida. -Dijo mi dentista, suave y calmado como (imagino) hablan todos los dentistas-. Un seguro de vida para los dientes.
A menudo sentía una fuerza descomunal. Tiraba de mí hacia abajo, hacia un lugar en el que yo no había estado nunca. Un lugar un poco terrible, pero necesario al mismo tiempo.
Escribía y todo lo que escribía eran como arañazos contra las paredes.
-Sobre todo con unos dientes como los tuyos. Tan juntos, tan bien colocados.
Tenía resaca, aquel 28 de diciembre. Me cepillé y me enjuagué bien antes de ir a la consulta, después de comer. La noche anterior había bebido mucho patxarán. Y me había dejado cortar el pelo por una amiga que había bebido mucho whisky.
Después me fui a París. De algún modo sustituí las sopas chinas por las sopas de cebolla. De algún modo terminé la tragedia. También robé una taza de té de una crepería. Vi cómo un galgo asustado recorría las vías del metro. Leí tres veces seguidas Las criadas y asistí a un preestreno de El malentendido de Camus. Me fui a la montaña y volví. Fotografié los quesos y las aves de la Rue de Montorgueil. Fui hispter por unos meses. Empecé Leonor y me reencontré en Montparnasse. Recordé París, todos los miércoles puntualmente, mientras viajaba en metro para ir a clase. Viajé al Norte y escribí un cuento. Empecé a escribir una lavandería. Hice tatin de manzana. Viajé a Lisboa, y a Nueva York, y a Berlín. Perdí a una maestra. Publiqué dos obras de teatro y escribí otra más. Y otra. Me aficioné a las nanas. Alargué la mano y me encontré en Bilbao. Tuve mucho miedo. Pero seguí alargando la mano. Indagué en lo terrible. Conocí a la niña. Hice arqueología, mucha. Y también mi primer caldo. Después conocí a los vencejos y fui a escribir a Barcelona. Fui tía. Me picó una medusa, leí a Natalie Goldberg. Me comprometí. Conocí Buenos Aires. En noviembre viajamos a Gredos y compramos roscón de Reyes. Empecé a usar seda dental todas las noches.
Y no he dejado de hacerlo, desde entonces.
-Sigue así. -Me dijo el martes mi dentista-. Sigue así...
(Imagen de Taschen)
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