"Cuando iba a la escuela era una gran empollona. Siempre quería
quedar bien con mis profesores. Lo sabía todo acerca de la puntuación. Mis
redacciones estaban hechas de frases tan claras como sosas y aburridas. En
ellas no se hubiera podido encontrar un solo pensamiento original o un solo
sentimiento auténtico. Estaba ansiosa por presentarles a mis profesores lo que
yo pensaba que querían.
En la escuela superior me enamoré de la literatura. Me gustaba con
locura. Escribía a máquina infinidad de veces las poesías de Gerard Manley
Hopkins, tantas que me las aprendía de memoria. Leía en voz alta a John Milton,
Shelley, Keats, y luego caía en éxtasis sobre la pequeña cama del dormitorio.
Cuando frecuentaba el collage, al final de los años sesenta, leía casi exclusivamente
a autores de sexo masculino, normalmente fallecidos, ingleses o del resto de
Europa. Estaban lo más alejados que podamos imaginar de mi vida cotidiana y,
aunque los adorara, en ninguno de ellos se veía reflejada mi propia
experiencia. Es probable que, inconscientemente, me creyera el supuesto de que
escribir era algo por encima de mis posibilidades. Nunca se me ocurrió que
podía escribir, aunque uno de mis deseos secretos fuera el de casarme con un
poeta.
Tras haber acabado el collage y haber descubierto que nadie me
daría empleo por leer novelas y extasiarme con la poesía, monté un pequeño
restaurante, en cooperativa, con tres amigos, situado en el semisótano del
Newman Center de Ann Arbor, en Michigan, abierto solo al mediodía, donde
preparábamos y servíamos comidas naturales. Estábamos en los inicios de los
años setenta, y había probado mi primer aguacate solo un año antes de abrir el
restaurante. Lo llamamos The Naked Lunch, por el título de la novela de William
Borroughs: aquel instante de hielo en el que cada uno ve lo que hay al final de
cada tenedor… Por la mañana metía en el horno pequeñas cocas con pasas y
pequeñas cocas con arándanos y, si me encontraba inspirada, también hacía unas
con mantequilla de cacahuete. Naturalmente, esperaba que gustaran a los
clientes, pero sabía que, si estaba lo bastante pendiente de ellas, aquellas
cocas casi siempre me salían bien. Habíamos creado un restaurante. Fuera de
nosotros mismos ya no había respuestas acertadas que nos proporcionaran una
buena nota en la escuela. Estaba aprendiendo a tener confianza en mí misma y en
mis capacidades.
Un martes por la mañana tenía que hacer una ratatouille. Cuando
hay que prepararla para un restaurante, uno no puede limitarse a cortar en
dados una cebolla y una berenjena. Encima de la mesa de trabajo había montañas
de cebollas, berenjenas, calabacines, tomates y ajos. Me pasé algunas horas
cortando y rebanando. Por la noche, volviendo a casa del trabajo, hice una
parada en la librería Centicore, en State Street, y me puse a dar vueltas entre
las estanterías. De repente, divisé un delgado volumen de poesías titulado
Fruits and Vegetables de Erica Jong. (La Jong todavía no había publicado su
novela Fear of Flying, y aún no había alcanzado la fama). Abrí el libro y la
primera poesía que cayó bajo mis ojos hablaba de cómo se cocina ¡una berenjena!
Me quedé estupefacta. ¿También se podía escribir sobre estas cosas? ¿Sobre
naderías semejantes? ¿Sobre cosas que yo también hacía? De improviso, en mi
cerebro se estableció un nuevo cortocircuito. Volví a casa decidida a escribir
acerca de las cosas que conocía, a confiar en mis pensamientos y sentimientos y
a no mirar fuera de mí misma. Ya no estaba en la escuela: podía decir lo que
quería. Empecé a escribir sobre mi familia, así nadie podría decir que me
equivocaba. A mis parientes los conocía mejor que nadie.
(Natalie Goldberg, El gozo de escribir)
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