Le regalé una muñeca al bebé de mi mejor amiga.
No era una muñeca muy grande. Claro que él tampoco era más
que un bebé, y en realidad un bebé bastante pequeño.
Así que pensé que la muñeca le haría compañía.
Era una muñeca de trapo, con el cuerpo blando y no muy
regular. Llevaba algo así como un vestido de felpa, a rayas naranjas y blancas
–parecido al albornoz que yo tenía de pequeña. Y tenía el pelo de lana roja.
Bueno, no es que yo piense que los bebés se sientan solos ni
nada de eso.
Me imagino que no se sienten solos.
Los bebés de buena familia, como es la familia de mi mejor
amiga, no se sienten solos porque desde que nacen están rodeados de chupetes y
de encajes y de ventosas saca leches y entonces no se sienten solos.
Pero no sé. Pasé por aquella tienda y la vi en el
escaparate. Yo iba comiéndome un helado, luchando porque las gotas intentaban
escaparse todo el rato del borde de barquillo y del envoltorio de papel que me
habían puesto, y me paré a contemplar mi imagen en el cristal. Y me di cuenta
de que tenía un poco de chocolate en la comisura del labio. Y un poco más sobre
la zapatilla izquierda, que de todas formas estaba muy vieja y no me importaba.
Y al otro lado del cristal alguien había colocado la muñeca
sentada delante de un bote de cristal lleno de cuentas de colores. Solo que la
muñeca se había deslizado un poco y ya no estaba sentada. Si no hubiera sido
una muñeca, podría haberse roto el cuello.
Y me dio pena la imagen.
Y entré y pregunté cuánto costaba.
Y la dueña de la tienda me contestó que estaba rebajada
porque era la única que quedaba, y que las hacía una amiga suya y que si la
quería pues que por doce euros de nada era mía.
No es que doce euros sean exactamente doce euros de nada.
Pero me había ahorrado uno veinte porque compré el helado en el local más
barato del barrio. Así que le dije que sí y pagué y me la llevé.
Y cuando salí a la calle me di cuenta de que ni siquiera
había pedido que me la pusiera para regalo. Así que ahí estaba yo con una bolsa
muy fea, blanca y demasiado grande, y si me inclinaba un poco podía ver a la
muñeca ahí abajo, mirándome con el gesto algo torcido. Me imaginé que era una
situación terrible para una muñeca. Estuve hasta a punto de volver a entrar a
pedirle a la señora que por lo menos me la envolviera un poco en papel de
estraza o algo. O que le pusiera un lazo o… Pero la señora acababa de echar el
cierre con toda la velocidad con la que una señora cuya amiga cose muñecas de
trapo es capaz de echar el cierre metálico de su tienda. Y de todas formas
parecía harta de mí.
Así que le dirigí una mirada de disculpa a la muñeca y eché
a andar.
Mi amiga había tenido su bebé solo veintisiete horas antes,
en una clínica privada regentada por monjas y una estatua de una virgen muy
grande justo en la entrada. Daba un poco de miedo.
Pero atravesé la entrada valientemente, justo como deberían
franquearse todas las entradas de los hospitales.
Subí en el ascensor hasta la cuarta planta que, según el
cartel que había junto a la virgen, era la planta de maternidad.
Mientras subía me imaginaba que la planta estaría llena de
bebés berreando y de madres intentando dormir, o al revés, de bebés durmiendo y
de madres berreando. Pero no.
La verdad es que la planta estaba de lo más tranquila y casi
no se oía ni el vuelo de una mosca. En un pasillo había una monja echándole la
bronca a una enfermera junto a un carrito lleno de bandejas de comida. Creo que
la enfermera se había confundido al repartir la comida.
Les pregunté por la habitación de mi amiga y la monja me
miró de una forma extraña, como con desconfianza.
Traté de arreglarlo y de paso echarle un cable a la
enfermera, y me ofrecí a llevar yo misma la bandeja de comida a mi amiga cuando
la encontrase.
Pero a la monja no le hizo gracia. Solo gruñó y dio media
vuelta y se fue muy rápido por el pasillo, con la toca al viento. Y la
enfermera suspiró y me miró llena de cansancio y me dijo que la habitación de
mi amiga estaba allí mismo, enfrente del carrito. Y me dijo que no me
preocupase porque las bandejas estaban vacías y ya no había que llevarlas a
ninguna habitación.
Y así es como llegué a la habitación de mi amiga y llamé un
poco, muy suave, como se supone que se llama a las habitaciones de los
hospitales cuando las amigas de una acaban de tener un bebé.
Y entonces abrí la puerta y entré en una habitación enorme y
vi a mi amiga sentada al fondo, junto a la ventana.
No estaba sola.
Su marido estaba junto a ella.
Su madre también. Y su padre.
Y delante, justo delante, estaba el bebé dentro de su cuna.
Nunca me han gustado mucho los bebés pero reconozco que este
de mi amiga me cayó bien. Era pequeño y no muy arrugado y bastante rosa. Tenía
algo de pelo negro en la cabeza y hasta una cierta pelusilla en las piernas.
Iba todo vestido de azul.
Y alrededor todo eran flores y cosas.
Y entonces me acerqué y besé a mi amiga. Y me alegré por
ella.
Y recordé la muñeca, la muñeca del pelo de lana roja en el
fondo de la bolsa fea y grande. Y metí la mano y temí que la muñeca estuviera
tan enfadada que fuera a morderme, pero no lo hizo. Saqué la muñeca y la
coloqué en una esquina de la cuna, mirando al bebé.
Y la muñeca miró al bebé.
Y yo también.
Y mi amiga y su marido y su madre y su padre me miraron a
mí, como muy sorprendidos de que alguien le regalara una muñeca a un bebé. Y yo
pensé que era el único bebé que conocía con pelusilla negra en las piernas,
pero decidí no decirlo. Y la madre de mi amiga avanzó un par de pasos como si
quisiera proteger al niño de la muñeca de pelo rojo. Y yo me di cuenta de
que allí todo era azul y muy suave y como sin peso, y de que mi amiga sonreía
pero no me miraba.
Y miré de nuevo al bebé y la muñeca también y finalmente la
cogí de nuevo y la devolví al fondo de la bolsa blanca y fea. Y todos se
relajaron y sonrieron. Y yo apreté un poco la bolsa y me di cuenta de que el
corazón nos latía muy rápido a las dos…
(Imagen de Gorilla, de Anthony Browne, 1983)
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