Noviembre
David se había ofrecido a llevarme en coche a casa. Me imaginé sentada en la oscuridad, con la mejilla contra el cristal frío, y también me imaginé la despedida, la radio de fondo y la angustia en el estómago justo antes de salir del coche.
Prefería el rato de soledad en el tren.
Puedo acercarte a la estación.
Prefiero caminar, dije.
Era verdad. Después me besó y odié despedirme y que no pudiera seguir siendo fin de semana para siempre.
Qué pasa, dijo David.
Soy feliz, muy feliz. Dije. Pero creo que llevamos muchas horas aquí dentro.
Dejé de llevar la cuenta a la quinta o la sexta vez. Eso no se lo dije. Pero tenía el cuerpo asaeteado de agujetas; habría sido fácil leérmelo en los ojos.
Ojalá no tuviera que marcharme.
Puedes quedarte el tiempo que quieras, dijo David. Aunque sabía, igual que yo, que el fin de semana estaba terminando.
Queda chocolate aún.
No pasa nada. Soy muy feliz ahora. No quiero echarte de menos esta noche. Eso es todo.
Nos vemos el jueves, dijo David justo después del último beso.
El cielo estaba cubierto. Justo encima de la cornisa del edificio las nubes difuminaban la presencia de la luna. Al día siguiente llovería. Quince minutos a la estación.
Así debe de ser Londres en otoño. Brillante, húmedo y oscuro. Como un fin de semana en casa de un antiguo amante.
Noviembre había llegado y me explotaba el cuerpo sin contemplaciones.
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