No he sido capaz. Lo he intentado pero no he podido aguantar el retrato en cómic, en blanco y negro (¿de qué otros colores podría haber sido?), del Holocausto, que Art Spiegelman hace en Maus. No me importa parecer cobarde o incluso frívola. Demasiada dureza, demasiado dolor. Aunque he seguido con interés las partes que transcurrían en el Nueva York de los años 80, ese en el que el padre del autor, antes de ponerse la máscara de ratón, le relata a su hijo los horrores de la Segunda Guerra Mundial: me quedo con el relato dolorosamente autobiográfico en el que Spiegelman cuenta, con una honestidad sobrecogedora, el suicidio de su madre, en 1968. Sólo reproduzco aquí el principio y el final de este mea culpa.
Pensando en la culpa, judía o no, sigo viajando mentalmente por la Nueva York de los últimos sesenta años. El viaje me conduce, por ejemplo, a Woody Allen en todas sus primeras películas. La culpa puede producir risa, además de llanto. Pero sigue siendo culpa. La que se echaba en el diván a desgranar su sufrimiento a través de las personas de otros yoes, ficticios en su mayor parte. Quizás la culpa sea una buena razón para escribir; quizás sea la razón.
Sigo viajando por las azoteas y las terrazas neoyorkinas, elevo el vuelo sobre esas aceras de grandes baldosas resbaladizas y la ciudad se convierte en un sueño y tal vez una quimera. El sueño que miles de hombres y mujeres no podían (ni pueden) creerse. El mismo que perseguía al doctor Joel Fleischman, el judío neurótico y reprimido condenado a pagar su deuda confinado en el Estado de Alaska: ¿existirá una metáfora mejor de la expiación de la culpa?
No lo sé.
Buenas noches, Cicely.
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