Las pollerías estaban aún medio abiertas, y las fruterías brillaban en todo su esplendor. En sus puertas se apoltronaban, y caían a la calle en plena opulencia apoplética, grandes cestas panzudas de castañas con forma de chaleco de caballero anciano y jovial. Había rubicundas cebollas españolas, de rostro moreno y amplio contorno, que relucían en su gordura como frailes españoles; desde sus estantes hacían guiños con licenciosa picardía a las chicas que pasaban y miraban de reojo y con recato al muérdago colgado. Había peras y manzanas, amontonadas en altas y radiantes pirámides; había racimos de uva que, por benevolencia de los tenderos, pendían de conspicuos ganchos para que a la gente se le hiciera gratis la boca agua al pasar; había pilas de avellanas, musgosas y marrones, cuya fragancia hacía rememorar antiguos paseos por los bosques y agradables caminatas con los pies hundidos hasta los tobillos en hojas secas; había manzanas de Norfolk, regordetas y atezadas, que resaltaban el amarillo de naranjas y limones y, con su considerable y compacta jugosidad, rogaban y suplicaban que se las llevaran cuanto antes a casa en bolsas de papel y se las comiesen después de la cena.
(...)
Charles Dickens, Cuento de Navidad (1843)
Ilustr. de Quentin Blake
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