Fui la primera en aprender a leer. La primera de la clase. Debía de tener cuatro años y la maestra me paseó por las aulas vecinas, diciéndoselo a las otras profesoras. Recuerdo escribir mi nombre, escribir nuestros nombres, muchas veces, sobre una hoja blanca, hasta cubrir el folio entero. Columnas y columnas de nombres: Lola, Lola, Lola, Lola... Después de eso, recuerdo aprender a leer. No sé cómo. No guardo ninguna sensación especial de hallazgo o sorpresa por juntar letras o comprender de pronto el sentido oculto de las palabras. Sólo la idea: ya sabía leer. Debe de ser algo mágico, algo como de otro mundo, y que quizás ni siquiera las maestras y pedagogas entienden muy bien. Cómo puede suceder que la gente aprenda a leer; qué es exactamente la lectura; qué tenemos dentro que nos permite llevarla a cabo.
O quizás sí lo saben, y sólo soy yo quien lo desconoce. El caso es que a los cuatro años yo sabía leer, y eso colmó de orgullo y satisfacción a todo el mundo a mi alrededor. Imagino que a mí también. No sé si tiene mérito o si es algo parecido a que te salgan antes o después los dientes de leche: no está en tu mano.
A partir de ahí, empecé a leer, imagino que cada vez más rápido. De pequeña leí mucho, muchísimo, hasta más o menos los once o los doce años. Mi madre dice que cuando ni siquiera sabía hacerlo pedía que me leyeran los cuentos una y otra vez, una y otra vez. Es curioso, ¿quizás una primera muestra de atracción por eso tan indefinible que después ha seguido alimentándome?
Me acuerdo de mi primer libro –no cuento-, libro de cierto grosor, infantil sí, pero con cierta entidad ya de libro. Se llamaba El cerdito Lolo y pertenecía a la colección blanca –la que iba dirigida a niñas y niños más pequeños- de El barco de vapor. Lo leí muchísimas veces; me encantaba. Aún lo conservo en mi estantería.
Está junto a algunos otros cuentos y libros de los que no he querido separarme a pesar del paso de los años. La colección completa de Astrid Lindgren, de El Círculo de Lectores, que yo creo que fue pionera en la escritura de historias infantiles que no eran tristes ni opresivas. Algunos títulos de Christine Nöstlinger, que ha nutrido provechosamente la imaginación de toda mi generación. Matilda, de Roald Dahl, que también les da una vuelta de tuerca definitiva a las historias truculentas, y que además, probablemente por su argumento, me colocó por primera vez ante los ojos –tenía unos doce años- el hecho de mi gusto por la literatura. Y observo ahora, desde donde escribo, las tapas blancas con lunares rosas de Rosa Caramelo, uno de los primeros cuentos feministas a los que tuve acceso, gracias a una muy buena maestra y después a mi padre y a mi madre.
Todos los libros protagonizados por El pequeño Nicolás, que en vacaciones leía en voz alta a mi familia mientras comíamos. Algunos de Erich Kästner, redescubierto más tarde y que me sirvió tambien para practicar el alemán. Las historias, muy anteriores a mi niñez, de Guillermo Brown, que heredé por vía materna. Y los cuentos de Winny de Puh, descubiertos bastante tardíamente, pero igualmente divertidos.
Seguro que me olvido alguno. Hasta los once o los doce años leí mucho, muchísimo. Después, pasé una época un tanto apática. No sé muy bien por qué. Puede que tuviera que ver con una profesora de lengua y literatura que nos exigía leer mucho cada trimestre. Puede que me produjera tanta angustia que después, cuando pude volver a hacerlo sola y por gusto ya no me apetecía. Y así pasaron unos cuantos años, durante los cuales me convertí en adolescente, empecé a ir al Instituto, hice nuevas amigas y decidí que quería estudiar Filosofía. También seguí escribiendo. Y, poco a poco, volví a leer con ganas.
Después ya no he parado. La lectura es la base de buena parte de las cosas que he hecho. También la escritura, como su otra cara. En la carrera, en el Doctorado, en los trabajos que he tenido. Y en mi tiempo libre. Es lo que crea sinergias, además, con muchas otras cosas que me apasionan: la política, el teatro...
Deberíamos escribir, seguramente, un discurso de agradecimiento para todas aquellas escritoras y escritores que, gracias a sus palabras, contribuyeron a modelarnos, desde nuestras infancias, en lo que venimos siendo. No creo que lo esperen. Por la experiencia que tengo escribiendo, imagino que ser leída ya es suficiente recompensa. Pero, si tuviera que hacerlo, yo procedería en el orden, más o menos, en que he dispuesto estas líneas, empezaría dándole las gracias a Eveline Hasler y Adela Turín, autoras, respectivamente, de El cerdito Lolo y de Rosa Caramelo... y concluiría, seguramente, con Clarice Lispector y con Grace Paley.
Mi discurso de agradecimiento incluiría unas breves referencias al momento y el modo en que aprendí a leer, con cuatro años de edad, y también el reconocimiento por la creación de historias, en el caso de las infantiles, no destinadas a amedrentar, moralizar o corregir, sino a dar alas a la imaginación, la autonomía personal y la libertad.
Esas tres cosas –imaginación, autonomía personal y libertad- son los huesos de los que se nutre el caldo de la escritura, dicho sea de paso. Así que sin ese esfuerzo escritor previo, por parte de a quienes aquí agradezco, mi propio esfuerzo creador, probablemente, habría sido vano.
Y no es un caldo sencillo, porque a veces da miedo, y vértigo, y exige mucho esfuerzo; mucha dedicación, mucha tolerancia y amor propio, también. Pero está tan bueno que ni ellas (quienes me precedieron) ni yo estamos dispuestas a renunciar al mismo.
Madrid, 13 de noviembre de 2009
O quizás sí lo saben, y sólo soy yo quien lo desconoce. El caso es que a los cuatro años yo sabía leer, y eso colmó de orgullo y satisfacción a todo el mundo a mi alrededor. Imagino que a mí también. No sé si tiene mérito o si es algo parecido a que te salgan antes o después los dientes de leche: no está en tu mano.
A partir de ahí, empecé a leer, imagino que cada vez más rápido. De pequeña leí mucho, muchísimo, hasta más o menos los once o los doce años. Mi madre dice que cuando ni siquiera sabía hacerlo pedía que me leyeran los cuentos una y otra vez, una y otra vez. Es curioso, ¿quizás una primera muestra de atracción por eso tan indefinible que después ha seguido alimentándome?
Me acuerdo de mi primer libro –no cuento-, libro de cierto grosor, infantil sí, pero con cierta entidad ya de libro. Se llamaba El cerdito Lolo y pertenecía a la colección blanca –la que iba dirigida a niñas y niños más pequeños- de El barco de vapor. Lo leí muchísimas veces; me encantaba. Aún lo conservo en mi estantería.
Está junto a algunos otros cuentos y libros de los que no he querido separarme a pesar del paso de los años. La colección completa de Astrid Lindgren, de El Círculo de Lectores, que yo creo que fue pionera en la escritura de historias infantiles que no eran tristes ni opresivas. Algunos títulos de Christine Nöstlinger, que ha nutrido provechosamente la imaginación de toda mi generación. Matilda, de Roald Dahl, que también les da una vuelta de tuerca definitiva a las historias truculentas, y que además, probablemente por su argumento, me colocó por primera vez ante los ojos –tenía unos doce años- el hecho de mi gusto por la literatura. Y observo ahora, desde donde escribo, las tapas blancas con lunares rosas de Rosa Caramelo, uno de los primeros cuentos feministas a los que tuve acceso, gracias a una muy buena maestra y después a mi padre y a mi madre.
Todos los libros protagonizados por El pequeño Nicolás, que en vacaciones leía en voz alta a mi familia mientras comíamos. Algunos de Erich Kästner, redescubierto más tarde y que me sirvió tambien para practicar el alemán. Las historias, muy anteriores a mi niñez, de Guillermo Brown, que heredé por vía materna. Y los cuentos de Winny de Puh, descubiertos bastante tardíamente, pero igualmente divertidos.
Seguro que me olvido alguno. Hasta los once o los doce años leí mucho, muchísimo. Después, pasé una época un tanto apática. No sé muy bien por qué. Puede que tuviera que ver con una profesora de lengua y literatura que nos exigía leer mucho cada trimestre. Puede que me produjera tanta angustia que después, cuando pude volver a hacerlo sola y por gusto ya no me apetecía. Y así pasaron unos cuantos años, durante los cuales me convertí en adolescente, empecé a ir al Instituto, hice nuevas amigas y decidí que quería estudiar Filosofía. También seguí escribiendo. Y, poco a poco, volví a leer con ganas.
Después ya no he parado. La lectura es la base de buena parte de las cosas que he hecho. También la escritura, como su otra cara. En la carrera, en el Doctorado, en los trabajos que he tenido. Y en mi tiempo libre. Es lo que crea sinergias, además, con muchas otras cosas que me apasionan: la política, el teatro...
Deberíamos escribir, seguramente, un discurso de agradecimiento para todas aquellas escritoras y escritores que, gracias a sus palabras, contribuyeron a modelarnos, desde nuestras infancias, en lo que venimos siendo. No creo que lo esperen. Por la experiencia que tengo escribiendo, imagino que ser leída ya es suficiente recompensa. Pero, si tuviera que hacerlo, yo procedería en el orden, más o menos, en que he dispuesto estas líneas, empezaría dándole las gracias a Eveline Hasler y Adela Turín, autoras, respectivamente, de El cerdito Lolo y de Rosa Caramelo... y concluiría, seguramente, con Clarice Lispector y con Grace Paley.
Mi discurso de agradecimiento incluiría unas breves referencias al momento y el modo en que aprendí a leer, con cuatro años de edad, y también el reconocimiento por la creación de historias, en el caso de las infantiles, no destinadas a amedrentar, moralizar o corregir, sino a dar alas a la imaginación, la autonomía personal y la libertad.
Esas tres cosas –imaginación, autonomía personal y libertad- son los huesos de los que se nutre el caldo de la escritura, dicho sea de paso. Así que sin ese esfuerzo escritor previo, por parte de a quienes aquí agradezco, mi propio esfuerzo creador, probablemente, habría sido vano.
Y no es un caldo sencillo, porque a veces da miedo, y vértigo, y exige mucho esfuerzo; mucha dedicación, mucha tolerancia y amor propio, también. Pero está tan bueno que ni ellas (quienes me precedieron) ni yo estamos dispuestas a renunciar al mismo.
Madrid, 13 de noviembre de 2009
2 comentarios:
Que historia lectora que usted presenta. Ademas,es aplaudible su capacidad de leer a tan corta edad.
Yo aprendi a los tres años,leyendo encabezados de diarios,cosa que algunas personas no creian,ya que pensaban que alguien me ayudaba a memorizarlo. Empeze con lo basico:libritos de cuentos,libros de texto que devoraba en cuestion de horas y que luego al usarlos en clase me aburrian al presenciar como el resto de mis compañeros iban mas lento que yo, y llegado el caso,decirle a la biblotecaria que tenga enfrente: "esto es aburrido.No tiene algo mas avanzado?"
Por ende,mi vida esta llena de libros y libros. Para llorar,recomendaria Cumbres Borrascosas de Emily Bronte,uno de los favoritos de mi idolo Tim Rice-Oxley. Para buscar aventuras,El Prisionero de Zenda de Anthony Hope. Para reir,El Diario de Adan y Eva de Mark Twaun y el mejor policial es El Tunel,de Ernesto Sabato, uno de los pocos rescatables de la literatura argentina.
Son 17 años de libros,cuentos,poemas y mucho mas. Y si tuviera que hacer un discurso como usted propone,no me alcanzarian las palabras de agradecimiento.
Espero que mi largo comentario no la haya aburrido.
Con Amor,Crystal.
Claro que no me aburre!
Sí, hace tiempo que tengo ganas de leer el Diario de Adán y Eva... A ver si le hago un hueco.
Esto de la crónica de lo que leemos es curioso, va mucho más allá de los propios libros, te das cuenta de hasta qué punto han formado parte de quién eres...
Un saludo y gracias por comentar!
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